Home

“Si es que alguien soy”: hacía una definición de la identidad personal en Borges

September 21, 2018

This is my MA thesis from the Universidad de Alcalá de Henares, written in May 2011. It’s the academic work I’m most proud of—indeed, perhaps the only one I’m really satisfied with.

Introducción

Jorge Luis Borges es, según la opinión casi unánime, una de las pilares de la literatura posmoderna. Gran parte de su contribución a la posmodernidad ha sido su complicación de la centralidad del sujeto. Dos frases suyas, ambas subversivas hacía la subjetividad, dieron a luz a mi proyecto: la primera, una observación secamente parentética en “Borges y yo”—“(si es que alguien soy)” (Hacedor 62)—; la segunda, un escrito sobre su imaginado Shakespeare en “Everything & Nothing”: “Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aún a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien” (Ibíd. 52).

Fascinado tanto por la ausencia radical de la identidad personal como por el tono despreocupado de estos ejemplos, inicié un estudio del concepto del “yo” en Borges. Aparentemente no fui el único: los críticos coinciden en ver en Borges como autor un borrón del papel originario y creador de la autoría; en él como hombre, una negación del yo individual. En mi primer capítulo pretendo dar una perspectiva general de este consenso en el que coincide la crítica tanto hispano- como angloparlante. Establecida esa perspectiva general, quisiera ampliar la perspectiva que tenemos, en cuanto al yo humano, al leer actualmente a Borges.

En el segundo capítulo argumentaré que, aunque es lícito afirmar que “Borges quería negarse,” a lo largo de las obras vemos una “resignación de ser Borges” que rechaza la certidumbre del canon crítico hacía su autonegación. También apuntaré que el deseo de autonegarse va cambiando a lo largo de su obra: mientras el joven Borges de Inquisiciones quería negar su yo entero, el Borges de El hacedor, El libro de arena y La memoria de Shakespeare anhela—propongo—negar su “yo ideal,” su imagen público. No es que la autonegación desvanece como un deseo: más bien, se extiende para tratar del yo ideal junto con el personal.

Sostendré también que, aunque existe mucha evidencia textual que apoya al concepto canónico de la autonegación, hay también y en gran medida evidencia que implica un yo en el sentido clásico (un alma o esencia) o un yo construido, performativo, moderno: propongo, entonces, que no cabe hablar de un sólo modelo unificador que describa “el yo borgesiano” por lo general. Éste hay que estudiar como una multiplicidad de conceptos heterogéneos.

En el tercer capítulo aplicaré el concepto foucauldiano de las “tecnologías del yo” a la obra de Borges. Negada la universalidad de la negación del yo, mostraré que varios personajes en Borges—incluso él mismo—efectúan “cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos”—o, en múltiples casos, incluso una construcción o creación de sí mismos (Tecnologías 48). Argumento, finalmente, que en Borges la tecnología del yo que fuertemente predomina es la escritura: encontramos, entonces, cierta ironía. Borges quería autonegarse, sí, pero según su obra el mismo hecho de escribir asume el carácter de una tecnología productiva del yo.

Este trabajo revela tres rupturas fundamentales en la obra de Borges en cuanto al yo. Primero, la que acabo de indicar: la ruptura entre las obras productivas del yo y su autor, que lo negaría. Segundo, propongo una ruptura entre el modelo parcial de autonegación en Borges y nuestro concepto moderno del hombre: a partir del siglo XVIII y la Ilustración, hemos “creado a nosotros mismos,” hemos afirmado nuestra individualidad; lo que sí existe de la autonegación en Borges supone un rechazo radical al ideal algo kantiano—independiente, individualista, autoproductivo—del hombre moderno. Y tercero, a la inversa, sostengo que el modelo parcial de la autoproducción en Borges efectúa otra (y contradictoria) ruptura con la tradición cristiana y clásica de la autonegación: como muestra Foucault, negar el yo ha sido el fin de siglos de desarrolla en ambas tradiciones; el francés caracteriza a la producción moderno del yo como un “cambio decisivo” (Tecnologías 94) dentro de la tradición occidental. Es lícito su afirmación, afirmo—sobre todo en el caso de Borges, no sólo recipiente de la tradición clásica de la autonegación sino también fundador parcial de nuestra tradición posmoderna, que (algo irónicamente) comparte con la tradición cristiana un escepticismo hacía la autonomía del yo como entidad.

Reconozco la dificultad inherente en construir—de personajes y argumentos de Borges que veo como heterogéneos y frecuentemente incompatibles—posiciones unificadas y coherentes a lo largo de múltiples obras. Sigo, entonces, dos reglas fundadores: primero, no pretendo afirmar nada sobre Borges como hombre, como individuo o “alma.” Cuando refiero a él, refiero al imaginado autor y sobre todo a sus textos: cuando sugiero que “Borges afirma” tal posición, quiero decir que las obras de Borges la afirman. Segundo, sólo estudio aquí los modelos o filosofías que mantienen un arco coherente entre los múltiples personajes y obras.

Definidos mis términos, empezamos el estudio.

* * *

La perspectiva crítica

La negación del autor

Michel Foucault, en una concepción de la autoría inspirada generalmente en Roland Barthes y específicamente en una lectura de Borges, escribe que “la literatura está ahora ligada al sacrificio, al sacrificio incluso de la vida; borradura voluntaria… La obra que tenía el deber de traer la inmortalidad ha recibido ahora el derecho de matar, de ser asesina de su autor” (Autor 12–3). Ésta de Foucault es la opinión con respecto a Borges que quiero caracterizar como canónica. Cabe definir, primero, estrictamente qué es un autor: David Foster Wallace escribe en “Greatly Exaggerated” que “para entender por qué la viabilidad metafísica del autor es algo importante, hay que reconocer la diferencia entre un escritor—la persona cuyas elecciones y acciones explican los rasgos de un texto—y un autor—la entidad cuyas intenciones se toman como responsables por el significado de un texto 1” (“Exaggerated” 139). Esa pregunta de la “responsabilidad por” o “posesión de” un texto es lo que define nuestra concepción de la autoría tradicional:

Para Wordsworth, el crítico considera al texto como la plasmación creativa del yo mismo del escritor. Con bastante más frialdad, I. A. Richards veía a la crítica como, en total, un intento de establecerla la “relevante condición mental” del creador de un texto. Axiomática para ambas escuelas era la idea un auténtico autor, una entidad la definición de que la mayoría de la crítica le atribuye al Leviatán de Hobbes, que describe a verdaderos autores como aquellos personas quienes, primero, aceptan la responsabilidad de un texto y, segundo, son “dueños” del texto, id est reservan el derecho de determinar su sentido. 2 (“Exaggerated” 139)

La concepción canónica de la autoría tiene que ver, sobre todo, con esa idea de “determinar el significado del texto.” Cuando refiero a la “borradura autorial” de Borges, refiero, entonces, a la manera en que como autor se esconde o complica su ostensible papel “determinante” y “creador” tras su propio texto.

Definido el autor por lo general, llegamos a Borges. Famosamente desarrolla una distanciamiento entre el autor y el lector: “Pierre Menard, autor del Quijote” es ostensiblemente obra de una crítica en Nîmes; narra “El inmortal” mayoritariamente un tal Joseph Cartaphilus, en cuyo identidad transitan Marco Flaminio Rufo y Homero; “Del rigor en la ciencia” procede, según Borges, de Suárez Miranda y del año 1658. Aquel famosísimo heterotopia de “El idioma analítico de John Wilkins” apareció originalmente en “cierta enciclopedia china,” y Seis problemas para don Isidro Parodi es oficialmente obra de “H. Bustos Domecq.” En su “Jorge Luis Borges & the plural I,” Eric Ormsby alega que “ningún otro autor del siglo XX llevaba tantas caras como Borges 3” (Ormsby 5). No me parece extraño que en sus cuentos encontremos voces distintas de la suya—son estos nada más que personajes, presentes en casi toda literatura; lo llamativo es que en Borges ciertas voces reciben la ostensible autoría. Este anonimato constituye el ejemplo más directo de la “borradura voluntaria” que propone Foucault.

No sólo trama Borges un distanciamiento directo entre lector y autor: en aquellos cuentos en los que el narrador se llama “Jorge Luis Borges,” establece múltiples “autores” implícitos que, como ya hemos establecido, no equivalen a Borges el individuo; estos simulacros, en su simulación de la autoría, confirman el borrón del autor tradicional “detrás” del texto. En “El Zahir” y “El Aleph” narra un tal “Borges,” pero es obvio que éste no escribió las páginas; en “La busca de Averroes,” “Borges y yo,” “El otro” y “Veinticinco de agosto, 1983” el “Borges” que narra es tan cercano al imaginado Borges-autor que la distinción entre los dos es imposible de establecer. Su famoso hábito de interpolar referencias apócrifas 4 completa el distanciamiento autorial. Cuando leemos Borges, incluso cuando leemos obras “directas” como su “Autobiographical Essay” o su poesía, es difícil afirmar que la voz que oímos es la de Borges en vez de otro carácter o sofismo suyo.

En “Borges y Derrida: boticarios,” E. Rodríguez Monegal alude a su teoría “que Borges había preferido la lectura a la escritura como una forma de negarse a la autoría, es decir a admitir la paternidad de su obra. …Borges ejecuta un suicidio simbólico que enmascara el parricidio y le permite comenzar a escribir sus ficciones más importantes” (Monegal 1). Propone Monegal que Borges indica una “negativa de Borges a considerarse autor (padre) de sus escritos,” gracias a que el argentino quería “mostrarse sólo bajo la máscara de lector (hijo)” (Ibíd. 6): un modelo de “parricidio simbólico” que, según Monegal, prefigura el de Derrida (Ibíd. 1). Monegal alega que Borges sólo podía asumir el rol del autor bajo la ilusión de ser, “falsamente al fin… lector de sus propios textos” (Ibíd. 6).

David Foster Wallace desarrolla un argumento bastante parecido en su “Borges on the Couch,” donde opina que

Borges el escritor es, esencialmente, un lector. La densa y críptica alusividad de sus ficciones no es ni un tic ni incluso un estilo; no es un accidente que sus mejores relatos frecuentemente son falsos ensayos o críticas de libros imaginarios, o tienen textos al centro de los argumentos, o tienen como protagonista Homero o Dante o Averroes. O por razones artísticas y fundamentales o personales y neuróticas o las dos, Borges colapsa al lector y al escritor en un nuevo agente estético, en uno quien hace cuentos de cuentos, en uno para quien la lectura es esencialmente—conscientemente—un acto creativo. No es, sin embargo, que Borges es un metaficcionista o un crítico ingeniosamente disfrazado. Es que sabe que al fin no hay diferencia—que asesino y victima, detective y fugitivo, actor y audiencia son lo mismo. 5 (“Couch” 3)

Wallace, entonces, se pondría de acuerdo con Monegal en cuanto a rechazar la “paternidad” directa de la obra. Propongo que tomaba bastante en serio Borges las palabras (impresionantemente derrideanas) del anónimo en “Utopia de un hombre cansado” que afirma que “Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas” (Arena 102). Hablaremos más de la borradura autorial—hasta entonces, basta afirmar que la posición crítica hacía Borges reconoce en el argentino, con amplia razón, un desafío hacía la supremacía creativa del autor.

La negación del yo

Igual de interesante es la pregunta de la negación del yo personal. La posición canónica es que Borges quería rechazarse a sí mismo. Eric Ormsby le ve en posesión de una “nulidad” que Borges protegía de toda publicidad: “una personalidad internacional cargada de elogio, tenía que contar con chistes irónicos y autocríticos para salvaguardar su preciosa nulidad interna 6” (Ormsby 1). En una cita de Juan Ramón Jiménez encuentra Ormsby el “axioma fundamental” de la escritura de Borges: “Yo no soy yo,” escribía el español. Sin duda lector de “Borges y yo,” Ormsby propone que a lo largo de la vida Borges se convirtió en una imagen de sí misma—“Era irónico que el destino,” escribe Ormsby, “le dejaba a Borges desarrollar a lo largo de la vida su propio Doppelganger 7” (Ibíd. 1). En Ormsby, entonces, vemos la negación del “yo interno” y la proliferación del “yo público” como procesos no sólo compatibles sino relacionados; la negación que propone no es autorial, sino personal.

Barrenechea escribe que Borges quería negar la humanidad: “Borges es un escritor admirable comprometido a destruir la realidad y a convertir al Hombre en sombra 8” (Alazraki 14). Barrenechea no propone una vaciedad personal en cuanto a Borges mismo, como hacen otros, pero sí una especie de “misión de suicidio” al convertir al hombre en la nada. Boegeman argumenta con menos aplomo que no hay ningún ejemplo en la obra de Borges de un personaje que descubra su propia identidad—una posición fácil de refutar, como pronto veremos—; tal posición, como la de Barrenechea, no sugiere que Borges carece de identidad, pero sí que sus obras implican una imposibilidad de saber quien soy (Boegeman 185).

Posición parecida puede encontrarse en “Borges, the Apologist for Idealism” de Marina Martín. Martín—según, sobre todo, una lectura de “Nueva refutación del tiempo”—propone que la negación del yo en Borges es un rasgo procedente de Hume. Según Martín, “Borges y Hume comparten una posición que es, en esencia, ironía pura: mientras la conciencia provee la fundación de la existencia, los argumentos idealistas les llevan a enfatizar el mundo mental y todavía a negar la existencia de la mente. Otorgan prioridad epistemológica y ontológica al concepto cartesiano de cogitatio, no cogito, que resulta ser una ‘ilusión necesaria 9’” (Martín 3). De ahí la famosa irrealidad del mundo de Borges, porque, como nota Martín, “una vez rechazado el yo, el llamado mundo externo se desvanece 10” (Ibíd. 4). Por eso es, afirma Martín, que en Tlön—donde un axioma favorito de Borges, esse est percipi (ser es ser retratado), rige la vida intelectual—no hay sustantividad: sólo percepciones. Martín alega que la negación del yo constituye un “gran paso” dentro de la obra de Borges, y que a lo largo de su escritura—a partir de “La nadería de la personalidad”—el argentino ha sido inflexible en cuanto al tema: “Borges no cambió su posición en absoluto; más que eso, refuerza la negación de la identidad personal desde un punto de vista epistemológico al que sigue fiel 11” (Ibíd. 3). Wallace, obrando el mismo tema, concluye que en el caso de Borges “tenemos una situación extraña en la que la personalidad y las circunstancias individuales de Borges sólo importan en la medida en que le llevan a crear obras en que tales hechos personales se consideran irreales 12” (“Couch” 1). Nota el norteamericano una especie de paradoja en tal “derrumbe/trascendencia” de la identidad personal y afirma que requiere una “auto-obsesión grotesca combinada con una borradura casi total del sí mismo y la personalidad 13” (“Couch” 7): entonces, para Wallace el intento de Borges es clara, pero no dispone el argentino de un método obvio.

En Roberto Paoli encontramos un leve rechazo a Martín: Paoli admite que el Borges de Inquisiciones y “Nueva refutación del tiempo,” “llegando a negar hasta el yo… parece arrimarse mas al fluctuante fenomenismo psíquico de Hume” que al idealismo berkeleano o a Schopenhauer 14 (Paoli 182–3). Por lo general, Monegal escribe en su “Borges y Derrida” de “la dislocación subversiva de la identidad general: tema eminentemente borgiano ya que en sus primeras trazas se encuentran… y sus más famosos desarrollos aparecen en obras de su madurez” (Monegal 3–4). Aunque su posición tiene que ver con la (supuesta) ausencia del esencialismo en Borges, los ejemplos que ofrece Monegal son siempre personales: “La nadería de la personalidad,” “Borges y yo,” “Everything & Nothing.” Asimismo, Yurkievich argumenta en “Borges: del anacronismo al simulacro” que “Para rehuir el odiado sabor de la irrealidad, Borges, diestro en el habito de simular, juega a ser otro; se deja habitar no por el alma de Homero, de Dante o de Shakespeare, sino por sus fantasmas, hasta agotar las apariencias del ser; pero no hay reencarnación posible: sólo simulacros 15” (Yurkievich 701). Como en el caso de Boegeman, la implicación aquí no sólo tiene que ver con la obra de Borges sino su propio yo: para mí lo más interesante en Yurkievich está su propuesta de que la obra de Borges funciona como una especie de herramienta con que Borges, acto continuo, podía activamente negarse. Regresaremos a esta posible “tecnología del yo” textual en el segundo capitulo.

Finalmente volvemos a Schopenhauer con “Borges y Schopenhauer: el problema de la identidad” de Luis Xavier López Farjeat. Farjeat acompaña a Boegeman y Yurkievich en suponer que el Borges negarse su propio yo:

Borges es un caso muy significativo porque quisiera dejar de existir, abandonar el mundo fenoménico. A través de su lectura a la obra de Schopenhauer, su literatura conserva la negación de la vida, la materia, el tiempo, la inmortalidad como extensión de la temporalidad, el coito, los espejos. El argentino rechaza cualquier multiplicación de la vida o afirmación de la individualidad. (Farjeat 224)

Corregiremos la supuesta negación de la individualidad a continuación: por ahora cabe perseguir la idea de autonegarse. “Autonegarse,” según Farjeat, significa que “Borges no quiere ser Borges. La voluntad sigue deseando no desear y por eso no alcanza a suprimirse y perpetúa su dolor” (Ibíd. 224–5). Entonces viene la idea clave de Farjeat: “La autonegación borgesiana es una duplicación, es un intento por transgredir lo fenoménico para hacerlo fantástico” (Ibíd. 225).

Lo interesante es que, para Farjeat, la causa original de autonegarse es rechazar al yo duplicado: “Borges acude constantemente a la imagen del Otro que al mismo tiempo es ilusorio y real: es el Borges del espejo” (Ibíd. 226). Supone el crítico que la ilusoria duplicación es ambas causa de y solución para el rechazo al yo. Aún todavía, Farjeat no admite un éxito para el proyecto de autonegarse. Escribe que “Borges… ensaya una duplicación construyendo otro mundo fenoménico en el que no alcanza a negarse sí mismo. Por eso se encuentra con Otro. La búsqueda en otra parte es, para el literato, un ejercicio de irrealidad” (Ibíd. 226). Entonces tenemos un Borges atrapado en un espacio ambiguo: acechado por espejos, ilusoriamente multiplicado, el Borges de Farjeat intenta deshacer su “duplicado” con más duplicaciones. Farjeat concluye que Borges, frustrados sus intentos de borrarse,

intenta negar la vida pero termina enfrentándose a otro Borges, una duplicidad falsificada que existe y no existe. Borges se queda sin espacio: es y no es, ocupa un lugar neutro entre lo real y lo ficticio, la afirmación y la negación de la vida, reúne ambos extremos y se queda en ningún lado: en la ceguera. Borges intenta negar el mundo de la representación perdiendo su identidad. Empieza a desparecer pero nunca alcanza la desintegración total. (Ibíd. 230)

En esa lectura de Borges, entonces, lo que tenemos es una paradoja. “Borges, un asiduo lector también de Spinoza, es un caso extraño que querría seguir siendo Borges, pero sin serlo,” escribe Farjeat; “En él hay una fuga de identidad que pone de manifiesto la dialéctica vital entre ser y dejar de ser” (Ibíd. 218).

Aunque la pregunta del éxito de la autonegación se deja abierta, la posición crítica hacía Borges queda bien unificada. Según Foucault, Ormsby, Wallace y Monegal, Borges es un autor para quién el hecho de escribir es una fuga, un escondite, un simulacro en que la identidad personal y las opiniones del autor nada tienen que ver con las obras del argentino. Y para Ormbsy, Barrachenea, Boegeman, Martín, Wallace, Paoli, Monegal, Yurkievich y Farjeat, el de Borges es un caso de la eliminación de la identidad personal: quizá un hombre que, como el Shakespeare de Hazlitt, carece del todo de interioridad; quizá un hombre que, irrealizado por los espejos, quiere deshacerse para deshacer su otro. Y cabe decir que Borges—nuestro imaginado Borges—está mayoritariamente de acuerdo con esas opiniones. En cuanto a la primera, afirma el argentino que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición” (Hacedor 62); su galardón más profundo es afirmar (Aureliano es él quien afirma) en “Los Teólogos” que un texto de Juan de Panonio “no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres” (Aleph 45). El ideal borgesiano parece ser crear textos “puros e independientes,” un borrón del intento comunicativo de la autoría “tradicional.”

* * *

La trayectoria del yo en Borges

La nadería del yo

A lo largo de la obra de Borges carecen varios personajes de un yo. El tema aparece fuertemente en muchas ocasiones: destaco a continuación las más llamativas. Argumento que a lo largo de las obras vemos una posición bastante diferente de la supuesta por la crítica. Mientras el consenso establece que “Borges quiere autonegarse” o “Borges mata al autor,” lo que vemos es una trayectoria que empieza con la certidumbre de no ser “tal yo de conjunto” y acaba con la “resignación” de ser Borges. Argumento, entonces, que la pregunta de la identidad está del todo abierta.

En Borges on Writing—publicado como colaboración entre Borges y su antiguo traductor, Norman Thomas de Giovanni—encontramos un breve diálogo entre el argentino y un estudiante americano. Éste le pregunta a Borges: “me pregunto si ¿hay algo que al fin puedes establecer como verdad y sustantivo—aparte de ti mismo? 16” Borges le responde con su típico sequedad: “Ni siquiera me incluiría a mi 17” (Writing 45). (Si no lo dice con un tono del todo sin gracia, tampoco lo dice del todo en broma.) En “La nadería de la personalidad,” el joven Borges afirma que el propósito de su ensayo es “abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima” (Inquisiciones 92). Admite Borges que él está consciente de él mismo como un ser, pero afirma que “No hay tal yo de conjunto… Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges” (Ibíd. 93–4). En “La encrucijada de Berkeley,” desarrolla su argumento en más detalle, prefigurando en ello su “Nueva refutación del tiempo”; como haría en “Nueva refutación,” usa al idealismo para negar el yo:

Berkeley afirma: Sólo existen las cosas en cuanto se fija en ellas la mente. Lícito es responderle: Sí, pero sólo existe la mente como perceptiva y meditadora de cosas. De esta manera queda desbaratada, no sólo la unidad del mundo externo, sino la espiritual. El objeto caduca, y juntamente el sujeto. (Ibíd. 125)

En consecuencia, “Lo que sí vuélese humo son las grandes continuidades metafísicas: el yo, el espacio, el tiempo…” (Ibíd. 126). En Inquisiciones no hay ninguna ambigüedad; con “certidumbre firmísima” niega Borges el yo.

El tema de la nadería del yo aparece repetidamente en sus obras maduras: empezaremos con Ficciones. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius,” en el episodio de las monedas perdidas, argumentan los defensores del sentido común que los verbos encontrar y perder “comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas” (Ficciones 28); dijeron esos defensores “que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas” (Ibíd. 29). Resulta que en Tlön “todo sustantivo,” incluso “hombre,” “solo tiene un valor metafórico” (Ibíd. 28): el relato funciona para rechazar “la divina categoría de ser” no sólo entre los hombres sino por lo general. Asimismo, en “Las ruinas circulares” encontramos ambos padre e hijo en “condición de mero simulacro” (Ibíd. 64); en “El jardín de senderos que se bifurcan,” Stephen Albert habla de múltiples universos, opinando que “En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma” (Ibíd. 116). En “El milagro secreto,” en su sueño, Hladík admite la posibilidad de ser nada: reza a Dios que “Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos” (Ibíd. 179). La nadería del yo no funciona como axioma fundamental del libro, pero como vemos, sí existe como una posibilidad siempre presente—y nada más extraña que la de la divina categoría de ser.

En El Aleph, Otto Dietrich zur Linde nota (en “Deutsches Requiem”) que “Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos” (Aleph 96). Asimismo, en “La escritura del Dios,” Tzinacán, iluminada, rechaza a él mismo: “Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie.” (Ibíd. 141). En El hacedor también abundan las referencias a la nadería del yo, sobre todo en “Everything & Nothing,” donde Borges describe Shakespeare en términos de la nada: “Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aún a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien” (Hacedor 52). El deber de Shakespeare—como la del simulacro de “Las ruinas circulares”—era entonces “simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie” (53). Parecida y aún más chocante es aquella famosa sentencia de Borges en “Borges y yo,” “Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)” (Ibíd. 62).

En Otras Inquisiciones, Borges nos pregunta directamente al lector en “Magias parciales del Quijote”:

¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. (Otras 79)

Continuando el tema, en “Del culto de los libros” y “El espejo de las enigmas” cita Borges dos veces al mismo pasaje de León Bloy:

‘No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.’ (Ibíd. 174, 186)

Y en su “Nueva refutación del tiempo” Borges nota el “por qué” de su interés en Hume: “éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo” (Ibíd. 279). Según Hume, en el caso de Chuang Tzu, 18 “no existía en aquel momento”—del sueño—“el espíritu de Chuang Tzu; sólo existían los colores el sueño y la certidumbre de ser una mariposa” (Ibíd. 281). Hay muchos en Otras inquisiciones, pero el último ejemplo clave de la nadería del yo es una cita de Shaw: “‘Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie’” (Ibíd. 241). De su nadería interna, “tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo,” Borges opina que Shaw podía crear múltiples caracteres, incluso su propia identidad; creo detectar en la universalidad y nadería de las palabras lo que Borges ve como el puro ideal de la autonegación.

Otro tema parcial en cuanto a la negación del yo es la iluminación—pero no la iluminación del sí mismo, sino la iluminación del universo. En dos casos funciona tal revelación para revelar (y negar) el yo del sujeto. Nuestro punto de partido es aquella cita de Tennyson que aparece en “El Zahir”:

Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor, sabríamos quienes somos y qué es el mundo. […] Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se de entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. (Aleph 130–1)

Entender el más mínimo componente del universo aquí supone entenderse a sí también. El mismo tema se ve en acción en “La escritura del dios,” donde Tzinacán encuentra la iluminación (que se presenta como una especie de Aleph) después de su laboriosa “lectura” del tigre:

Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. […] Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primero hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entiéndelo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre. (Ibíd. 139–140)

¿Qué es lo que pasa? En “El Zahir,” el desdichado “Borges” ve en su tormenta una especie de milagro. La moneda que consume su enfoque obra un cambio imparable sobre él: afirma que “no sabré quién fue Borges,” y entonces que “Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí” (Ibíd. 131). “Borges” ha entendido una sola moneda en pleno detalle—“quizás detrás de la moneda esté Dios” (Ibíd. 132)—y esa iluminación destruirá su yo (ver apéndice: 1). De tal modo, Tzinacán pierde su yo en “La escritura del dios”: iluminada, proclama que

Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.

Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. El hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. (Ibíd. 140–1)

El proceso en “La escritura del dios” es igual a lo de “El Zahir”: el entendimiento total de un componente del universo da a la borradura total del yo. 19

Para concluir con la negación del yo, cabe notar (en transición al tema del esencialismo) que en “De alguien a nadie” Borges discute directamente el tema de la “magnificación hasta la nada,” resumiendo el proceso así: “Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo” (Ibíd. 22). Sorprendentemente, Borges sentencia que esta magnificación constituye una “falacia”; no ofrece ninguna justificación por su condena. De todos modos, el explicito rechazo en “De alguien a nadie” existe como componente de un libro del todo lleno de la misma magnificación hasta la nada.

La existencia del yo

Si “De alguien a nadie” constituye un rechazo al tema de la nadería del yo, mayor rechazo se encuentra en las múltiples ocasiones del pleno esencialismo a lo largo de las obras. Mi definición del esencialismo—harto simplista—será la definición del sujeto por su identidad continua y fija, independiente de sus acciones: pienso en la esencia como versión académica del alma. Como hice en cuanto a la nadería, destacaré en consecuencia los instantes más importantes del esencialismo.

Característica clave del esencialismo, como acabo de indicar, es que la identidad exista independientemente de las acciones del individuo, incambiable. En “Ulrica” nota el narrador sobre una frase el Ulrica que “Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros” (Arena 21). En el mismo volumen, en “Avelino Arredondo,” éste—después de huir de una posible pelea—“Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era” (Ibíd. 123). En ambos casos la identidad personal, muy lejos de ser construida por las acciones del sujeto, es fija y previa: ni Ulrica ni Avelino se constituyen como sujetos; se comportan en maneras que más o menos aproximan a su incambiable yo.

La preexistencia o continuidad del yo también puede mostrarse en términos del destino. En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–1874),” Tadeo goza de una esencia detectable y previa. El cuento nos relata que

(Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propio cara, la noche en que por fin escuchó su propio nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. (Aleph 65)

La cita es un rechazo obvio a León Bloy y su imposibilidad de saber el propio cara y nombre. Continúa el esencialismo:

Básteme recordar que el desertor malhirió a mató a vario de los hombres de Cruz. Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a entender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetes y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo… (Ibíd. 67)

Las referencias a “el que lleva adentro” y el “íntimo destino” son, otra vez, rasgos de una identidad esencial y preexistente.

El esencialismo se nota también en las discusiones de la identidad personal por parte de “Borges,” el repetido protagonista de tantos relatos. “Borges” observa en “El Zahir” que “Aún, siquiera parcialmente, soy Borges” (Ibíd. 119); luego especifica que “Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quien fue Borges” (Ibíd. 131). Las referencias a una identidad baja el nombre “Borges” indican una identidad que, aunque cambia, está como mínimo bastante unificada para da coherencia al nombre. Y, recordamos, “Borges” nos informa que “Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo”: una admisión de la posibilidad de esencia floral, personal y mundial. Asimismo, “Borges” el mayor sentencia en “El otro” que “Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo mismo” (Arena 10), una observación que suele—puesto la coincidencia de nombre, edad, nacionalidad, ocupación y costumbre entre el protagonista y su autor—parecernos de algún modo autobiográfico.

Los previos ejemplos proceden de “Borges” en función de protagonista; los siguientes de Borges en su función autorial. Son, entonces, aún mas autobiográficos. La conclusión a “Nueva refutación del tiempo” famosamente y ambiguamente define su autor así:

El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. (Otras 286)

Hace pocas páginas que Borges escribió que “no hay detrás de la cara un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresionas erratas” (Ibíd. 265): en luz de este ostensible argumento, la última frase del ensayo asume la carácter de una derrota. Se nota un sabor de resignación.

Esta misma sabor se encuentra explícitamente en el prólogo a El informe de Brodie. Allí escribe el argentino que

Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis. Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges. (Brodie 9–10)

Por supuesto, la resignación no está tan dolorosa aquí como en el caso de “Nueva refutación”; se nota aquí hasta algo de satisfacción en “creo haber encontrado mi voz.” Finalmente, podemos ver en el epílogo a El hacedor otro instante de autodescubrimiento:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara. (Hacedor 128–9)

En Inquisiciones y con veinticinco años de edad, Borges escribía que “ese conjetural Jorge Luis Borges” no existe; sin embargo, a lo largo, la obra tiende a revelar—al principio con rencor, luego con tranquilidad—la existencia de una identidad suya. En cuanto a este tema estoy en desacuerdo total con las previas críticas cuyas argumentos niegan del todo “tal yo de conjunto” en Borges. Nada me cuesta admitir que la autonegación funciona como un deseo del argentino, pero la tendencia hacía el autodescubrimiento—sobre todo en los casos de “Nueva refutación del tiempo,” El informe de Brodie y El hacedor, todos publicados en plena madurez o incluso hacía el final de su carrera—sugiere otro modelo de la nadería: una posible identidad, modelo no predominante sino de algún modo coexistente con el de la nadería.

Afirmo que Borges (el imaginado autor) quería autonegarse, pero las obras indican que—muy lejos de alcanzar esta meta—al fin a la autonegación la encontró imposible mientras encontraba cierta identidad suya. Acabaré la trayectoria del tema de la “nadería del yo” con una última observación: si esta nadería gradualmente se redujo de libro a libro—no como deseo sino como posibilidad—lo que a ésta la suplantó es el tema del Otro. Los dos mejores ejemplos proceden de El hacedor. En “Los espejos” Borges escribe que “Si entre las cuatro / paredes de la alcoba hay un espejo, / ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo / que arma en el alba un sigiloso teatro”; el poema concluye que “Dios ha creado las noches que se arman / de sueños y las formas del espejo / para que el hombre sienta que es reflejo / y vanidad. Por eso nos alarman” (Hacedor 72). Borges piensa en su imagen en el espejo (cosificada), entonces, tal como Lacan piensa en el “yo ideal”: en la presencia de los espejos, identifica su yo con la imagen, con lo público. Propongo que los espejos en Borges son generativos de la “mirada lacaniana”: crean una conciencia de la posibilidad de ser visto por otro, de ser objeto en la subjetividad de otro.

Ya sabemos que Borges quería autonegarse sí mismo: mientras poco a poco a se reduce este deseo a lo largo de las obras, surge el deseo de negar el otro, al “yo ideal.” En “El otro” Borges es “el remedo caricaturesco del otro,” tal como es el otro de Borges (Arena 17); en “Borges y yo,” el “yo ideal” comparte las preferencias del individuo Borges “de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor,” con resulto que Borges intenta librarse de él y convierte a su vida en una fuga, incapaz al fin de saber cual de los dos escribe (Hacedor 61–2). En “Veinticinco de agosto, 1983,” “Borges” el protagonista es el más joven de los dos: proclama a “Borges” el mayor—al otro—su irritación, en respuesta a que el mayor le responde:

- Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.

- Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme. (Memoria 6)

Acabo de argumentar que la nadería del yo es un tema que se reduce a lo largo de las obras, pero que el deseo de autonegarse sí parece continuar. En “Nueva refutación del tiempo,” la conclusión “yo, desgraciadamente, soy Borges” asume el carácter de derrota: en “Veinticinco de agosto, 1983,” el acto de suicidarse me parece funcionar de manera igual. En el último libro que publicó el argentino, el yo ideal continuaba a molestarle, la cristal continuaba a acecharle: cabe interpretar esa persistencia como la incapacidad del autor de huirse de sí o de matar aquel odiado otro, “Borges.” El hecho de literalmente matarle es la confesión de la derrota.

En resumen de mis previos argumentos: aunque el consenso crítico ve en Borges una “negación del yo” o una vaciedad interna—incluso en el caso del autor, no sólo de las obras—la situación resulta más complicada. Es cierto que hay muchos ejemplos de la dicha nadería del yo, pero coexisten con ciertos instantes de puro esencialismo. (Como veremos a continuación, también coexisten con muchos instantes de la construcción propia del yo.) Me pongo de acuerdo total con el consenso crítico en cuanto al deseo de Borges de autonegarse, pero insisto en la importancia de ver los primeros instantes del deseo—los de Inquisiciones sobre todo—como profundamente diferente de los del hombre que se había resignado a ser Borges: a principios Borges descreyó en (y quería matar) su yo como “conjunto”; luego, llegó a creer en su propio yo y quería matar a lo que Lacan llamaría su yo ideal. El lector objetará que los dos deseos son uno y mismo, que éste es la mera evolución de aquel; para mi, la “certidumbre firmísima” de los primeros argumentos del joven Borges merece la distinción que propongo.

La impermanencia de la identidad

Aquella imagen de Spinoza de la piedra o el tigre que “quiere perdurar en su ser” es un tema favorita de Borges, siempre presentado como una imposibilidad. En “Borges y yo” escribe que “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)” (Hacedor 62); en “La memoria de Shakespeare,” Herman Soergel lamenta que “Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel” (Memoria 22); en “Dialogo de muertos,” dice Rosas que “A mí me basta ser el que soy y no quiero ser otro,” deseo a que rechaza Quiroga:

También las piedras quieren ser piedras para siempre, y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos. (Hacedor 32)

Ninguno de los múltiples piedras y tigres consiguen la permanencia.

En todos casos lo que niega el concepto de Spinoza es la propuesta de Heráclito que—en las palabras de Borges—“todo fluye” (Otras 239). Borges indica al fragmento 91 de Heráclito, “No bajarás dos veces al mismo río,” como la raíz de su concepción de la perduración de identidad: “la facilidad con que aceptamos el primer sentido (‘El río es otro’) nos impone clandestinamente el segundo (‘Soy otro’) y nos concede la ilusión de haberlo inventado” (Ibíd. 269). Este concepto se hace concreto al fin del mismo ensayo (“Nueva refutación del tiempo”) cuando Borges destaca una serie de concepciones budistas de la identidad personal, bien resumida por la de la Visuddhimagga: “El hombre de un momento pretérito ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá” (Ibíd. 286). Plutarco dice lo mismo: “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana” (Ibíd. 286). Por eso afirma “Borges” (el mayor) en “El otro” que

El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba. […] Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. (Arena 14, 16–7).

En tales ejemplos la identidad personal definitivamente no perdura. Otro ejemplo se nos presenta en el caso de Funes el memorioso, aquel “Zarathustra cimarrón y vernáculo”: cabe recordar que él

era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. (Ficciones 134)

Heráclito opinó que no bajarás dos veces al mismo río; no debe sorprendernos que Funes no viere dos veces al mismo espejo—no porque cambia el espejo cada día, sino porque cambia él. Como afirmaría Plutarco, el Funes de ayer muere en el Funes de hoy. 20

Notamos la misma influencia de “algún griego” en “La escritura del dios” donde Tzinacán nota que “La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan” (Aleph 136) (ver apéndice: 2). Asimismo, en “Guayaquil” el diálogo entre Zimmerman y nuestro narrador nos enseña el proceso del cambio en el acto:

En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros.

-¿Usted es de Praga, doctor?

-Yo era de Praga contestó. (Brodie 96)

El diálogo recuerda a Quiroga y su afirmación que “ya estamos cambiando los dos”; la conjunción de “es” y “era”—jugamos la divina categoría de ser—nos pone claro que el cambio en Zimmerman ha sido profundo. Aparece el antítesis al pensamiento heracliteano una vez como mínima, en “El Congreso,” donde opina Alejandro Ferri que “No modifican nuestra esencia los años, si es que alguna tenemos” (Arena 30)—pero esa opinión se ahoga en la multitud de rechazas a lo largo de la obra del argentino. Esta es la primera—quiero decir más leve—negación de la identidad personal que encontramos en Borges: su insistencia, basada en el pensamiento clásico, que la identidad no es una “grande continuidad metafísica,” para usar el término del joven Borges (Inquisiciones 126). Pero aunque la negación de la permanencia de la identidad parezca menos “duro” que el rechazo explícito de Inquisiciones, también cabe notar que el principio heracliteano es una regla general en Borges, mientras Inquisiciones es un caso excepcional. 21

Cabe afirmar que esa primera negación es la abolición de “la divina categoría de ser” a favor de “estar”: aún no ha negado la identidad, sólo su estado fija. Por eso es que la resolución de “Borges,” protagonista de “El Aleph”—“Cambiará el universo pero yo no”—adolece de “melancólica vanidad” (Aleph 176). He argumentado que a lo largo de sus obras el deseo de Borges de negarse cambió: el deseo de rechazar su “yo personal” se reducía, mientras surgía el deseo de negar el yo ideal. Propongo que el principio heracliteano tiene un papel importante en este proceso. Si “el hombre de ayer muere en el hombre de hoy,” autonegarse llega a ser irrelevante: no hace falta negar la identidad propia cuando ésta está siempre en punto de cambiarse.

* * *

Tecnologías del yo

Tecnologías del yo: Foucault

Michel Foucault establece en su Tecnologías del yo un modelo de autoformación que al individuo le ve como creador o modificador de sí mismo. Foucault escribe que las tecnologías del yo son las que “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos” (Tecnologías 48). A esa descripción agrego otra definición posterior: la de la performatividad del yo, concepto desarrollado principalmente por Judith Butler. Butler (interesada sobre todo en el género) afirma que “ser yo” “no es un acto único, sino una repetición y un ritual que logra su efecto mediante su naturalización en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto, como una duración temporal sostenida culturalmente” (Boccardi 28). En su discusión de Burton en “Los traductores de las mil y una noches,” Borges refiere a “las innumerables maneras de ser un hombre, que conocen los hombres” (Eternidad 131–2): siguiendo a Foucault, a partir de aquí quiero estudiar no sólo los tipos o categorías de hombres que aparecen en Borges, sino también las practicas constitutivas, modificativas o reveladores que los varios personajes del argentino usan para realizar “cierto número de operaciones” sobre sí mismos—para ser hombres.

Foucault escribe que “Cuando se pregunte cuál es el principio moral más importante en la filosofía antigua, la respuesta inmediata no es ‘Cuidarse de sí mismo,’ sino el principio délfico gnothi sauton (‘Conocete a ti mismo’)” (Tecnologías 50). El punto de partido, entonces, no es la construcción del yo sino su descubrimiento. Este descubrimiento, tal como el cuidado de sí, formaba “no sólo un principio sino una práctica constante” (Ibíd. 52); escribe Foucault que “El cuidado de sí siempre se refiere a un estado… activo. […] Siempre es una actividad real y no sólo una actitud” (Ibíd. 58). Evolucionó la actividad; en la edad helenística, “Puesto que debemos prestar atención a nosotros mismo a lo largo de toda la vida, el objetivo… no es el prepararse para la vida adulta, o para otra vida, sino el prepararse para cierta realización completa de la vida” (Ibíd. 67). Más básicamente, el objetivo es descubrirse.

En esta época nació también una nueva tecnología: la del silencio. Ésta era “una nueva relación pedagógica… donde el maestro/profesor habla y no plantea preguntas al discípulo, y el discípulo no contesta, sino que debe escuchar y permanecer silencioso” (Ibíd. 68). Afirma Foucault que

La cultura del silencio se vuelve cada vez más importante. En la cultura pitagórica, los discípulos mantenía el silencio durante cinco años como regla pedagógica. No planteaban preguntas, ni hablaban durante la lección, sino que desarrollaban el arte de la escucha. Esta es la condición positiva para adquirir la verdad. (Ibíd. 68)

Plutarco decía que sólo a través del arte de escuchar podemos encontrar al logos y, entonces, lo verdadero y lo falso en la vida; Séneca agregaba que la vigilancia constante de un discípulo es la que permite ser “permanente administrador de sí mismo” (Ibíd. 69). La vigilancia de la edad helenística no era pasivo: el callado discípulo tenía la obligación de ejercer sus propios poderes de juicio en busca del logos.

Foucault propone—hablando ambos del cristianismo y de la filosofía antigua—que “Escribir también era importante en la cultura del cuidado de sí. Una de las características más importantes de este cuidado implicaba tomar notas sobre sí mismo” (Ibíd. 61–2); especifica Foucault que

El sí mismo es algo de lo cual hay que escribir, tema u objeto (sujeto) de la actividad literaria. Esto no es una convención moderna procedente de la Reforma o del romanticismo: es una de las tradiciones occidentales más antiguas. Ya estaba establecida y profundamente enraizada cuando Agustín empezó sus Confesiones. (Ibíd. 62)

Agrega Foucault en Self-Writing que el fin de la “escritura del yo” era una especie de autocosificación, de poder verse con los ojos de los demás para evitar los malos comportamientos (Self 1). Más importantemente, el hecho de escribir constituía un desarrollo activo del alma; Foucault cita a la opinión de Séneca que “el propio alma debería constituirse en la escritura; pero, tal como la cara de un hombre revela su semejanza natural con sus antecedentes, es bueno que puede percibirse los rasgos de pensamientos grabados en su alma 22” (Ibíd. 4–5). Nota también que la importancia de la escritura es especialmente alta en casos epistolarios:

escribir es ‘mostrarse,’ es proyectarse, es hacer aparecer su propio cara en la presencia del otro. Eso quiere decir que la carta es ambas una mirada hacía el recipiente (a través de la misiva que recibe, se siente visto) y una manera de ofrecerse a la mirada del otro a través del contenido de la carta. De algún modo, una carta establece un encuentro cara a cara. 23 (Ibíd. 6)

Muy lejos de funcionar para distanciarse de otros sujetos, la “escritura del yo” parece ejercer un acercamiento a otros sujetos en una manera realmente íntima: podemos añadir al fin de vigilarse, entonces, el de relacionarse con los demás.

Vamos ahora a la tradición cristiana. Foucault propone que el gnothi sauton, el “conocerse a sí mismo,” llegó a la moralidad cristiana con una modificación clave: “Hemos heredado la tradición de moralidad cristiana que convierte la renuncia de sí en principio de salvación. Conocerse a sí mismo era paradójicamente la manera de renunciar a sí mismo” (Tecnologías 54). Foucault encuentra en la tradición cristiana un rechazo del sujeto, y por eso propone que—como en el caso de la filosofía antigua—“El ‘Conócete a ti mismo’ ha oscurecido al ‘Preocúpate de ti mismo,’” esta vez con el fin de negar el sujeto (Ibíd. 54). Y, como en el caso de la filosofía antigua, el enfoque era en la práctica en vez de la esencia: “El cuidado de sí es el cuidado de la actividad y no el cuidado del alma como sustancia” (Ibíd. 59). Escribe Foucault que “En el cristianismo, el ascetismo siempre se refiere a cierta renuncia a sí mismo y a la realidad, porque la mayoría de las veces el yo de cada uno es parte de la realidad a la que ha renunciado para acceder a otro nivel de realidad. Este deseo de alcanzar la renuncia al propio yo distingue el cristianismo del ascetismo” (Ibíd. 73). La autonegación, se ve claramente, no es un tema nuevo: es también el término final de una larga tradición cristiana.

La autovigilancia de la edad helenística reaparece en el cristianismo en una nueva forma: la del “cambista.” Como si fueran unas monedas (quizá aquellas disputadas monedas de Tlön), “Debemos ser cambistas de nuestras representaciones de los pensamientos, examinándolas con atención, verificándolas, comprobando su metal, su peso, su efigie” (Ibíd. 77). Pero más importante todavía es la cultura de la confesión, que Foucault ve relacionada íntimamente con el rechazo del yo. “La penitencia del pecado no tiene como objetivo el establecimiento de una identidad,” sugiere el francés; “sirve, en cambio, para señalar el rechazo del yo, la renuncia a sí mismo: Ego non sum, ego” (Ibíd. 85). La confesión se convierte en una tecnología del yo:

Sólo cuando se ha confesado verbalmente sale el demonio de él. La expresión verbal es el momento crucial… La confesión es la marca de la verdad. (Ibíd. 92)

Mano en mano con la confesión va todavía la obligación de saberse a sí, de descubrir el yo, pero con el fin de la negación: “La revelación de sí es al mismo tiempo destrucción de sí” (Ibíd. 86). Incluso la disciplina (la obediencia) de un monje es una autonegación para Foucault: “Es un sacrificio de sí, del deseo propio del sujeto. Esta es la nueva tecnología del yo” (Ibíd. 87).

Foucault concluye su ensayo con el mismo tema de la renuncia a sí mismo. Escribe que “A lo largo de todo el cristianismo existe una correlación entre la revelación del yo, dramática o verbalmente, y la renuncia al yo”: la autonegación contemporánea es, sea consciente o no, producto de siglos de desarrollo cristiano. Afirma Foucault que la técnica de la “verbalización” o confesión es la que se vuelve más importante en esta tradición. Solamente al fin gestiona Foucault al actitud moderno de activamente construirse, 24 crearse a sí mismo, y lo presenta como una ruptura. “Desde el siglo VXIII hasta el presente,” escribe el francés, “las técnicas de verbalización han sido reinsertadas en un contexto diferente por las llamadas ciencias humanas para ser utilizadas sin que haya renuncia al yo, pero para constituir positivamente un nuevo yo. Utilizar estas técnicas sin renunciar a sí mismo supone un cambio decisivo” (Ibíd. 94). Lo radical, argumenta Foucault, no es negarse, sino crearse. La conclusión que propone me parece del todo lícito: mientras la autonegación goza de siglos de desarrollo y incluso de praxis, la constitución activo del yo se relaciona íntimamente con el hombre moderno. 25

Tecnologías del yo: Borges

Foucault establece cuatro tecnologías del yo principales: la confesión, la autorrevelación, el silencio y la escritura. Argumentaré que ésta última es la más importante en Borges, pero primero merece la pena analizar las tecnologías menores.

La confesión es una técnica que se encuentra pocas veces en Borges. Sin embargo, hay dos instantes muy claros: el primer está en “La busca de Averroes,” cuando éste nota que “sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado” (Aleph 113). El arrepentimiento funciona aquí para purificar el sujeto. Averroes sugiere que un estado de “pureza” requiere un previo estado de “pecado”—una posición, de hecho, más allá de lo cristiano y algo semejante a aquellos heresiarcas que, en “Los teólogos,” pecaban para purificar al futuro. El otro instante de la confesión como tecnología del yo es aún más claro: procede de “Guayaquil,” donde el narrador afirma que “confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó” (Brodie 87). Ya se sabe que el hombre de ayer muere en el hombre de hoy, que la identidad no es permanente; “Guayaquil” aprovecha del principio heracliteano del yo cambiante y lo da un nuevo nivel de control por parte del sujeto confesor. La tecnología de la confesión, entonces, no se usa para negarse ni para descubrirse: se la usa para cambiarse de una manera creativa; para dejarse fluir la identidad, pero con un mayor grado de control del sí. Estos dos ejemplos son muy claramente “tecnologías” en el sentido foucaldiano, pero otros parecidos no se puede encontrar: afirmo, entonces, que—aunque su función es muy clara cuando sí está presente—la confesión es una tecnología menor para Borges.

Foucault afirma que el principio délfico gnothi sauton, “conocerse a sí,” funcionaba para los cristianos para negarse el yo. Resulta fácil encontrar en Borges evidencia ambas a favor y en contra de tal posición: por ejemplo, el joven Borges que escribió “La nadería de la personalidad” y “La encrucijada de Berkeley” claramente lo hizo con la intención de negarse; escribe sobre “Nadería” que la motivación de escribir nada tiene que ver con “una zalagarda ideológica y atolondrada travesura del intelecto” (Inquisiciones 92). Esa motivación puede aplicarse en las obras maduras también; “Nueva refutación del tiempo” y “Borges y yo” la comparten (éste sólo en cuanto al “yo ideal”). Pero como hemos visto, en ambos casos encontramos cierta resignación: escribe el argentino en “Nueva refutación” que “yo, desgraciadamente, soy Borges”; escribe en “Borges y yo” que—pese la duda implícita en la frase “si es que alguien soy”—no sólo la encuentra imposible la negación de su yo ideal, la encuentra imposible diferenciar éste de su yo “privado.”

Pero si los previos ejemplos son algo ambiguo, nada hay de ambigüedad en aquellos instantes ya destacados de la esencia humana: recordamos el ejemplo de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–1874),” en que leíamos que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” También recordamos el caso de “El otro,” donde leíamos que “Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo mismo. ” Entonces, en cuanto a la revelación del yo, existe en Borges en espectro entero: muchos de sus personajes descubren una vaciedad interna; muchos se descubren un alma. Entonces, la tecnología de “conocerse a sí” está parcialmente presente, pero tampoco funciona como quería decir Foucault: en el caso del cristianismo, la revelación del yo era herramienta para denunciar al yo; lo importante no era descubrir la condición del yo, sino rechazarlo. Solo valen de verdad los casos de autorrevelación en que notamos en rechazo activo: éstos sí existen, pero no son una regla unificadora en Borges. Como el caso de la confesión, podemos cualificar como máximo al gnothi sauton una tecnología parcial, y no sólo parcial sino ambigua.

La tecnología del silencio es aún menos presente en Borges. Foucault relata que los antiguos cristianos exigían que los discípulos escucharan en silencio total y ejercieran sus propios poderes del juicio en busca de lo falso y lo verdadero en la vida. Borges no negaría la obligación de pensar por sí mismo; en “Examen de las metáforas” refiere al “infinito poder arreglador de nuestra inteligencia” (Inquisiciones 81) y en “Pierre Menard” indica que “Pensar, analizar, inventar… no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia” (Ficciones 55). O sea, Borges se pondría de acuerdo con la tradición cristiana de requerir cierta “agencialidad de inteligencia” del sujeto callado, pero dudo que requeriría el silencio en sí. Escribe en “Las ruinas circulares” que “A las nueve o diez noches comprendió [el mago] con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más” (Ibíd. 59). La evidencia en Borges más relacionada con la tecnología del silencio, entonces, niega directamente esta tecnología, estableciendo que la individualidad requiere un actitud algo discutidor.

Se nota en Borges algunas nuevas tecnologías también. Primero, hay una variación sobre el tema eminentemente borgesiano de la transmigración pitagórica—la doctrina del tránsito del alma por múltiples sujetos—; ésta hasta ahora ha funcionado de una manera pasiva o fuera del control del sujeto. 26 No cabe llamarlas “tecnologías” tales casos, porque no son técnicas que sujetos pueden “hacerse.” Sin embargo, se nota también varios casos de transmigración que sí son “controlados”: el caso de Huang Ti, por ejemplo, en “La muralla y los libros.” Éste “se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula”; después propone Borges que Huang Ti se habría dicho que “‘Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá’” (Otras 11, 12). Tal caso también se encuentra en el caso de Zaid en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto,” personaje quien “Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán” (Aleph 156). También hay el famoso Pierre Menard, cuyo primer método autorial era “Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes” (Ficciones 47). Tres ejemplos apenas equivalen a un modelo unificador: sólo noto que la transmigración pitagórica (que vale como modelo parcial) asume a veces el carácter de una tecnología del yo.

Segundo, hay la violencia, que puede funcionar en Borges como una herramienta del autodescubrimiento. En “El muerto” el argentino describe Otálora en tales términos: “una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente” (Aleph 33); asimismo, en “La otra muerte,” el coronel Dionisio Tabares afirma que “la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés” (Aleph 84). Cabe notar que Tadeo Isidoro cruz está en medio de una batalla cuando la encuentra su propia identidad. En “Un problema” Borges escribe que “Don Quijote—que ya no es don Quijote sino un rey de los ciclos de Indostán—intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana” (Hacedor 36): según esa definición, la violencia es de algún modo trascendental, más grande que la subjetividad de sus autores.

Tercero y más limitado—pero más explícito—es la técnica que se encuentra en el caso de Linde en “Deutsches Requiem.” Describe así su relación con el poeta Jerusalem, prisionero en el campo de concentración de Tarnowitz:

Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él; yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable. (Aleph 100)

Interesantemente, la tecnología de Linde funciona con éxito total. Linde, recordamos, era él para quien los nazis “no éramos individuos”; al final del relato, afirma que “Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no” (Ibíd. 103). Linde, por atroz que sea, es uno de los pocos personajes que logra una auténtica actualización: sabe quien es, afrenta con su muerte sin miedo, y consigue negarse—“no éramos individuos”—a través del nazismo. La técnica de formar parte de un grupo que anula la individualidad es poca interesante; más interesante es la violencia que inflige a Jerusalem. Ya sabemos que la violencia suele funcionar como una técnica de autodescubrimiento (“antes de entrar en batalla, nadie sabe quién es”), pero la violencia aquí es mucho más activo: no revela un yo preexistente, no forma un nuevo yo; destruye “una detestada zona [del] alma” para que Linde se niegue a sí mismo. Aunque aparece una sola vez, cabe afirmar que en este instante el nazismo de Linde funciona como una tecnología para negarse el yo.

La escritura como tecnología del yo

Ya habrá notado el lector que hasta ahora he ignorado la última tecnología foucauldiana: la de la escritura. La dejo hasta ahora porque es la tecnología del yo que más predomina en Borges. Indicaré cinco categorías fundamentales: primero, el uso de la escritura para borrarse o negarse; segundo, la escritura para crear una imagen pública o un “yo ideal”; tercero, la escritura para conocerse o revelarse; cuarto, la escritura para justificarse o llevar a cabo el propio destino; quinto, la escritura para formarse o crearse.

Empezamos con los estándares que, según el argentino, rigen la buena escritura. Se lee en “Utopia de un hombre que está cansado” que “Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes” (Arena 103). La motivación, entonces, debe ser sobre todo privado. Asimismo, Hladík proclama en “El milagro secreto” que “No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía” (Ficciones 183); palabras parecidas a unas de Borges mismo, quien explicó en referencia a El libro de arena que “No escribo para una minoría selecta, que no me importa, ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la Masa. Descreo de ambas abstracciones, caras del demagogo. Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el curso del tiempo.” También buena “motivación” es la auténtica emoción, como en el caso de “In Memoriam A.R.,” donde Borges escribe que “no profane mi lágrima este verso / que nuestro amor inscribe a su memoria” (Hacedor 94).

El riesgo de escribir por otras razones es que la escritura fácilmente puede llegar a ser “inauténtica”: pensamos, por ejemplo, en el caso de Daneri en “El Aleph,” sobre quien leemos que “el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable.” Por eso su escritura no consigue comunicar nada y “ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros” (Aleph 181). En “Los Teólogos” encontramos otro ejemplo: lo de Aureliano, quien “no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan [de Panonia]” (Ibíd. 46). Los previos dos ejemplos comparten un enfoque en la percibida calidad de la escritura, la gloria de la escritura, y recordamos de Pierre Menard que “La gloria es una incomprensión y quizá lo peor” (Ficciones 54). Una incomprensión, sí, pero una auténtica tentación, como notamos en “El acercamiento a Almotásim”: “Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio” (Eternidad 168–9). Pensar en la gloria de la propia escritura resulta en un escritor, según “Veinticinco de agosto, 1983,” quien acaba “por ser su menos inteligente discípulo” (Memoria 6).

Según Borges, no sólo debe ser privada la escritura en vez de pública; debe ser algo impersonal. Leemos en “Borges y yo” que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”; el galardón más profunda en Borges, recordamos, es la que aparece en “Los teólogos”: “no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres” (Aleph 45). Según el argentino, la escritura debe transcender la autoría individual tan completamente que los textos sean, como los sonetos de Quevedo, “objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata” (Aleph 72). Las características del buen uso de la escritura como tecnología del yo, entonces, son sencillas pero rigurosas: debe proceder de una motivación privada (como el amor o la necesidad artística) y debe ignorar la “gloria” y la posible persuasión del lector juzgante. Empezamos ahora el análisis de la escritura como una tecnología del yo; Borges exige mucho del escritor para que esa tecnología sea válida.

Escribir para negarse o hacer borrosa la identidad

Hay en Borges un tema recurrente: el hombre que, gracias a su escritura, se convierte de hombre en literatura. Quevedo es el mejor ejemplo: “Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura” (Otras 73). Digo “mejor” ejemplo porque Quevedo hace también lo que pocos autores logran hacer: según Borges, alcanza negar su “yo ideal.” Borges escribe en “Quevedo” que

Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. […] No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; éste, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. (Ibíd. 62–3)

Borges ve en Quevedo un autor que, gracias a su escritura, es menos un hombre que una literatura y que carece de una fuerte imagen pública: 27 el mismo destino, por supuesto, que querría Borges.

Otro ejemplo hay en el caso de Wells. Borges escribe en “El primer Wells” que “Como Quevedo, como Voltaire, como Goethe, como algún otro más, Wells es menos un literato que una literatura” (Ibíd. 139). Esta condición le otorga acceso a “la memoria general de la especie… más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos” sus primeros libros (Otras 140). Como el caso de Quevedo, para Wells la escritura es una tecnología del yo que funciona para destruir el yo—o, mejor dicho, hacerlo irrelevante. Swift, quien “Más que en la sucesión de sus días… perdura para nosotros en unas pocas frases terribles,” es otro ejemplo (Ibíd. 248). También útil es el caso de Válery, quien “transciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself” (Ibíd. 116–7). Son pocos pero claros los casos: en la escritura hay una posibilidad de rechazar al yo.

La nadería de la identidad autorial en la autoría tiene que ver no sólo con “ser menos un hombre que una literatura”: también—de hecho, con mayor frecuencia—se nota una preocupación con la unidad humana de la supuesta identidad autorial, la idea que un autor es todos hombres. Regresamos primero a “Los teólogos” y el texto que “no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres”: éste es un caso explícito de un tema favorecido por Borges. Nota él que nota Emerson en Concord las palabras de cierto anónimo: “‘Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente’” (Ibíd. 20).

Shelley propone lo mismo, proclamando que “todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe” (Ibíd. 20–21); Valéry afirma que “‘La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor’” (Ibíd. 20). La conclusión para Borges es que “Para los mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos” (Ibíd. 24). Por eso afirma Wallace que “Borges es un místico, o como mínimo una especie de neoplatónico radical—el pensamiento, comportamiento y historia humano son todos productos de una gran Mente” (“Couch” 1). Éste es el espíritu que da fuerza a la afirmación de Borges que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.” No hablamos ahora de la destrucción del autor; enfocamos en la “unidad” que hay en la literatura, no sólo la falta de individualidad.

Para Borges la escritura puede unificar las identidades de una manera bastante literal, como en el caso—tantas veces repetido—de Shakespeare: escribe en “Nueva refutación del tiempo,” “¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?” (Ibíd. 270). Asimismo, en el caso de “La busca de Averroes” hay una transformación hacía el imaginado árabe: “Sentí en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito” (Aleph 117). El imaginado Shakespeare de “Everything & Nothing” experimenta lo mismo: gracias a su arte, “el alma que lo habitaba era Cesar” (Ibíd. 53). Y sobre Kafka leemos que

El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursos del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany. (Otras 166)

El caso de Kafka es bastante explícito: “A éste,” escribe Borges, “lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas” (Ibíd. 162). El proceso que narra el argentino no es la negación de la “singularidad” de Kafka; es la pluralización o difusión de esta identidad.

Además, recordamos que escribía David Foster Wallace que “Borges colapsa al lector y al escritor en un nuevo agente estético”: este derrumbe o unificación nos hace pensar en Séneca, quien creía que “una carta establece un encuentro cara a cara.” Este proceso vemos explícitamente en “Nota sobre (hacía) Bernard Shaw,” en cuanto no sólo a las cartas sino a la literatura por lo general. Allí alega Borges que

un libro es más que una estructura verbal, o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector. Ese diálogo es infinito; las palabras “amica silentia luna” significan ahora la luna íntima, silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya… La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. (Otras 238)

Como la identidad personal que, según Heráclito, fluye de un día a otro, “Una literatura difiere de otra ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual—éste, por ejemplo—como la leerán en el año dos mil, yo sabría como será la literatura del año dos mil 28” (Ibíd. 238–9). La énfasis que pone Borges en el papel lectoral introduce una nueva dimensión a la previa “unidad autorial”: la unidad ahora no sólo une a los escritores sino, como decía Wallace, a sus lectores también.

Resulta que esta unificación de sujetos es algo que Borges se sienta muy personalmente. Se la nota en su “Borges on Writing,” donde escribe sobre Bioy Casares (originalmente en inglés) que

cuando estamos juntos hay, como quizá dirían los griegos, un tercer hombre. O sea, no nos concebimos como dos amigos ni siquiera dos escritores; sólo intentamos desarrollar un cuento. Cuando alguien me pregunta, ‘¿de que lado de la mesa vino aquel frase?’ no le puedo decir nada. Y no sé cual de los dos inventó el argumento. 29 (Writing 62)

Junto con Bioy Casares es el proceso de escribir lo que unifica los sujetos; junto con Norman de Thomas Giovanni, es el de la traducción:

Pensamos, trabajando, que somos una sola mente. Supongo que es lo que hacía Platón en sus diálogos. Cuando tenía muchas personajes, quería ver muchos lados de una pregunta. Quizá la única manera de llegar a una colaboración es así: dos o tres hombres imaginándose como un sólo hombre, olvidando las circunstancias personales y cediéndose del todo a la obra y a su perfección. 30 (Ibíd. 63)

Y si con Bioy Casares se unen los sujetos gracias al hecho de escribir y con Giovanni, gracias al hecho de traducir, también le pasa a Borges lo mismo gracias al hecho de leer. Dice Borges sobre los autores Stevenson y Lang que “éstos son dos hombres a quien les amo personalmente, como si les conociera. Si tuviera que hacer una lista de todos mis amigos, incluiría no sólo mis amigos personales, mis amigos físicos, sino también Stevenson y Andrew Lang 31” (Ibíd. 80). Escribe en su epílogo a El hacedor que “pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra” (Hacedor 128); escribe en “Borges y yo” que “me reconozco menos en sus libros que en muchos otros” (Ibíd. 62); queda claro que Borges sentía personalmente el poder unificador de la escritura. Cabe sospechar que aquel pasaje de “Tlön” que afirma la falta de importancia de la identidad personal en la autoría—“Es raro que los libros estén firmados… se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo” (Ficciones 31)—no era escrito muy en broma.

Escribir para crear el yo ideal

Hasta ahora el yo ideal ha sido algo malo, peligroso, que comparte las preferencias del sujeto “de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.” Sin embargo, para Borges el yo ideal no está siempre negativo, sobre todo en Otras inquisiciones. Allí aparece frecuentemente el tema de la formación del yo ideal, y asume a veces un carácter hasta artístico o creativo. Encontramos el tema en “Valéry como símbolo”; allí escribe Borges que “Un hecho, sin embargo, los une [Valéry y Whitman]: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra” (Otras 114). Claro que esa “poeta ejemplar” no se trata del alma individual del autor; es el imaginado autor ideal. De Whitman escribe Borges que “Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado ‘de la riqueza de su noble experiencia, esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo’” (Ibíd. 115): juzga el argentino que El dictamen [de Abercrombie] es vago y superlativo, pero tiene la singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redactó sus rapsodias en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo, parcialmente de cada uno de sus lectores” (Ibíd. 115). Ya hemos visto que la literatura es una unificación de sujetos: en el caso de Whitman los unifica sus lectores con su “yo privado” para obrar un nuevo yo público y compartido. Éste era producta de toda la obra de Whitman: Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible—Walt Whitman” (Ibíd. 115).

Le atribuye a Valéry el mismo proceso y le otorga la misma alabanza. Detrás de la obra de esos eminentes artífices, 32” escribe Borges, “no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de que esa personalidad sea, de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho” (Ibíd. 116). Y a George Bernard Shaw le atribuye lo mismo: éste, de su supuesta nadería interna, “dedujo casi innumerables personas, o dramatis personae: la más efímera será, lo sospecho, aquel G. B. S. que lo representó ante la gente y que prodigó en las columnas de los periódicos tantas fáciles agudezas” (Ibíd. 241). Aunque se trata de la construcción de un simulacro, no se nota ningún sabor de artificialidad: la relación entre “G. B. S.” y Shaw es, aparentemente, algo diferente de la entre “Borges” y Borges. De modo parecido, en “De alguien a nadie” Borges cita a Coleridge, quien aventuraba que “‘La persona Shakespeare fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos, sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una’” (Ibíd. 219).

Un último ejemplo más: el de Burton en “Los traductores de las mil y una noches,” de quien Borges escribe, “no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches” (Ibíd. 134). Entonces, tenemos en esa versión del yo ideal algo diferente de la de “Borges y yo”: ahora la formación del yo ideal se hace a propósito, acto creativo. Tiene cierta semejanza con la autocosificación que propone Foucault en Self-Writing, pero para el francés la autocosificación es sola hipotética: el escritor puede imaginar como parecen sus palabras (y acciones) a los demás como herramienta para evitar los malos comportamientos. Para Borges, la autocosificación aquí es bastante literal. El yo ideal que desarrolla Valéry, Whitman, Shaw o Burton existe afuera de la mente de su autor, porque existe también para los lectores. En el caso de Whitman sobre todo la formación del yo ideal funciona para borrar las fronteras entre el y sus lectores, para unificarlos todos en la agente estético que observaba Wallace.

Escribir para conocerse o revelarse

Hemos notado en cuanto a la autorrevelación, el gnothi sauton de Foucault, que funciona de una manera heterogénea: a veces se revela una nadería interna; a veces, un auténtico alma. La escritura puede colaborar con el concepto general de “autorrevelación,” creando una nueva tecnología—la escritura como autorrevelación—que (en cambio a la tecnología general de la autorrevelación) suele revelar un yo auténtico. Esta tecnología también preveía Séneca: éste escribía, recordamos, que “escribir es ‘mostrarse,’ es proyectarse, es hacer aparecer su propio cara en la presencia del otro.” Así funciona el caso de Dante en “Inferno, 1, 32,” aunque su revelación es del todo privada: “En un sueño, Dios le declaró” a éste “el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras” (Hacedor 60). El “secreto propósito,” por supuesto, es la escritura—la creación de su famosa obra.

Este “escribir para conocerse” es algo bastante personal para Borges: lo vemos en el prólogo a El informe de Brodie, donde escribe el argentino que “Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz” (Brodie 9). La manera de que “encontró Borges su voz,” aprendemos, es a través del acto de escribir. Nota Borges que

Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges. (Ibíd. 9–10)

La tecnología aquí está obvia: dentro del prólogo, “ser Borges” significa escribir como Borges. Y la vemos la tecnología aún más claramente en el epílogo a El hacedor, donde se lee que

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara. (Hacedor 128–9)

El sabor autobiográfico de la imagen—corroborado por su sentencia que El hacedor es, entre todos, el libro más personal que escribió Borges—nos hace claro que la herramienta usada para “dibujar el mundo” es la escritura. El narrador del pasaje, el imaginado Borges, ha descubierto su propio cara (su propia identidad) a través del acto de escribir.

Además, no sólo funciona la revelación del yo de una manera interna—la escritura, algo parecida a la manera en que puede hacer borrosa la identidad personal, puede revelarnos otros hombres también. En “Pascal” escribe Borges que las escrituras de éste “he visto más bien como predicados del sujeto Pascal, como rasgos o epítetos de Pascal. Así como la definición quintessence of dust no nos ayuda a comprender a los hombres, sino al príncipe Hamlet, la definición roseau pensant no nos ayuda a comprender a los hombres, pero sí a un hombre, Pascal” (Otras 148). Mientras para los cristianos “conocerse a sí” funcionaba para negarse sí mismo, en Borges suele revelar un auténtico yo: personal o incluso de otro sujeto.

Escribir para justificarse o llevar a cabo el destino individual

El tema de la justificación es muy prevalente en la obra de Borges. Linde la formula en “Deutsches Requiem,” donde afirma que “Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta” (Aleph 96). El narrador de “Tema del traidor y del héroe” describe así el relato: “he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y ya de algún modo me justifica” (Ficciones 146); Hladík, de un modo parecido, ve en Los enemigos “la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida” (Ibíd. 179). Poco después, leemos en “Tres versiones de Judas” que las tesis de Nils Runeberg “Justificaron y desbarataron su vida” (Ibíd. 185); Dante, en “Inferno, 1, 32” era “tan injustificada y tan solo como cualquier otro hombre” antes de aquella iluminación que le llegó en su sueño (Hacedor 60). Más allá de los típicos personajes de Borges, vemos el tema de la autojustificación en un personaje preeminente: Borges mismo. Escribe en “Borges y yo” que “yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (Ibíd. 61). Como en el caso de “escribir para revelarse,” “escribir para justificarse” supone un yo preexistente; en este caso, sin embargo, el yo es algo contingente: requiere una justificación escrita, una obra, para conseguir aquella “divina categoría de ser.”

No sólo es la escritura una tecnología capaz de justificarse: puede funcionar para llevar a cabo el destino personal con que el cosmos rige el individuo. La vemos esa tecnología en el caso de Nathaniel Hawthorne, de quien “cabría conjeturar que… se apartó muchos años de la sociedad de los hombres para que no faltara en el universo, cuyo fin es acaso la variedad, la singular historia de Wakefield”—una obra cuya creación es, entonces, el destino del autor (Otras 98). También lo vemos el rol del destino en el caso de Homero en “El hacedor,” donde Borges escribe de “el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana” (Hacedor 12). Y en “Inferno, 1, 32,” nuestro Dante encuentra en la escritura no sólo so propio identidad: “Dios le declaró,” también, “el secreto propósito de su vida y de su labor” (Ibíd. 60). Las tecnologías de justificarse y de llevar a cabo un destino individual mucho tienen en común: ambos comparten la suposición de un orden universal en lo cual cada individual tiene que justificar su presencia con las acciones que son su destino; por eso las presento estas dos variaciones como una sola tecnología.

Escribir para crearse

La última tecnología del yo que se puede obrar con la escritura es, para nosotros, la más interesante. Es la autoformación o autocreación gracias al hecho de escribir: la creación no de un “yo ideal” ni de una imagen, sino de un alma, un yo individual. Séneca, recordamos, opinaba que “el propio alma debería constituirse en la escritura”: lo que vemos en Borges es una evolución de este principio. Pero Séneca nunca escribía bajo la presión que experimentan los personajes de Borges: para ellos es constante el riesgo de ser nadería, de ser irreal o soñado por alguien.

Encontramos en el mismo “Nathaniel Hawthorne” tal ejemplo. Borges escribe (sobre la inexplicable abundancia de detalles triviales que figuran en las cartas de éste) que “Yo tengo para mí que Nathaniel Hawthorne registraba, a lo largo de los años, esas trivialidades para demostrarse a sí mismo que él era real, para liberarse, de algún modo, de la impresión de irrealidad, de fantasmidad, que solía visitarlo” (Otras 110). No hablamos—como hablemos con Valéry y Whitman—de la creación de un personaje público; se trata de una “fantasmidad” del todo personal. En “El milagro secreto,” Hladík expresa una fantasmidad parecida, de la que sólo la escritura puede salvarle: reza que “Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos” (Ficciones 179). Incluso el querido Schopenhauer ve en su propio obra un acto de autocreación: escribe el alemán sobre las supuestas identidades de su vida que

No he sido esas personas; ello, a lo sumo, ha sido la tela de trajes que he vestido y que he desechado. ¿Quien soy realmente? Soy el autor de “El mundo como voluntad y como representación,” soy el que ha dado una respuesta al enigma del Ser, que ocupará a los pensadores de los siglos futuros. Ése soy yo, ¿y quién podría discutirlo en los años que aún me quedan de vida? (Otras 249)

El mismo fenómeno se encuentra en “Nota sobre (hacía) Bernard Shaw”: no sólo en cuanto a la nadería personal que padecía Shaw, sino también en cuanto a la llamada “nada” de “Dios antes de crear el mundo” (Ibíd. 241). Sin el universo, sin su obra, el Dios de “Bernard Shaw” es, como el Dios de “Everything & Nothing,” nada: un ser sin identidad. El acto de “escribir” el universo es, para el supuesto Dios y los demás ejemplos, el acto de “escribir el yo. 33

Sin embargo, En “Borges y yo” escribe el argentino que “Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar” (Hacedor 61–2). He indicado varios ejemplos del uso de la escritura para crearse, pero si “esas páginas no me pueden salvar,” quizá es que Borges no cree del todo en la tecnología de la auto-escritura.

Además, propongo que la última dificultad planteado por “Borges y yo” es esencial: si el autor “no [sabe] cuál de los dos” (del yo público y el yo auténtico) “escribe esta página”—incluso en su libro “más personal”—crearse con el acto de escribir asume cierto riesgo. Aunque sabemos los estándares de la buena escritura, quizá el escritor nunca podrá saber si su propia obra sigue éstas o no.

Pero aunque es algo ambiguo el proceso de escribirse, no se puede negar que la tecnología existe como un modelo: doy como último ejemplo el caso de Shakespeare en “La memoria de Shakespeare.” Soergel atestigua que “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable” (Memoria 22) (ver apéndice: 3). La “singularidad” del yo, según Soergel y los demás ejemplos, es la obra que ejecuta el yo.

De todos modos, cabe afirmar que la tecnología de la autocreación a través de la escritura—de la auto-escritura—es una de las tecnologías más prevalentes a lo largo de las obras de Borges. Como la “verbalización” moderno de Foucault, la escritura puede funcionar no sólo “sin que haya renuncia al yo,” sino “para constituir positivamente un nuevo yo,” lo cual supone—dentro de la tradición cristiana y clásica de la autonegación tanto como la posmodernidad—“un cambio decisivo” (Tecnologías 94). Entre las tecnologías del yo en Borges hay muchas contradicciones—la incompatibilidad, por ejemplo, de una tecnología de negarse y una de crearse—pero ya sabemos que el mundo de Borges es heterogéneo y existe sin ninguna obligación de sentido unificador.

* * *

Conclusión

El consenso crítico, maravillado en tantas ocasiones por la autonegación, ha convertido a Borges en el ostensible matador del autor tradicional y del moderno sujeto autónomo. Es lícito afirmar que “Borges quería negarse,” pero con cierta ambigüedad: a principios el “Borges” que quería negar era su mismo yo; una vez más “resignado a ser Borges,” en las obras de última época anhelaba también negar su “yo ideal,” ilusoriamente multiplicada por la mirada de los demás. Rechazo, entonces, la certidumbre del consenso crítico hacía el tema de la autonegación: lo que encontramos en Borges es un deseo variado y frustrado que produce no sólo la supuesta autonegación sino también instantes de autodescubrimiento e incluso autocreación. No podemos hablar, sostengo, de un sólo deseo borgesiano de autonegarse ni de un sólo “yo borgesiano.” Estamos ante una obra heterogénea. Como diría el mismo Borges, “yo rechazo el todo para exaltar cada una de las partes” (Otras 284–5). En sus obras estamos ante una multiplicidad de “innumerables maneras de ser un hombre, que conocen los hombres”; no hay un sólo modelo, sino varios coexistentes e irreducibles.

En cuanto a la perduración de la identidad, tenemos una respuesta clara: influido por Plutarco y sobre todo por Heráclito, Borges desarrolla un modelo coherente de la identidad (cuando ésta sí existe) como siempre cambiante. El hombre de ayer muere en el hombre de hoy, opinó “algún griego”: este principio heracliteano parece regir todas las obras, pero con mayor influencia en las de última época. Argumento que el principio heracliteano está íntimamente relacionado con la supuesta negación del yo. La influencia es mutua: la reducción del “modelo literal” de la autonegación permite existir cierta identidad, condición necesaria para que la identidad cambie; a la vez, si el hombre de ayer muere en el hombre de hoy, autonegarse vuelve a ser menos necesario. El joven Borges de “La encrucijada de Berkeley,” negando el yo, lo caracterizó como un “gran continuidad metafísica”; el principio heracliteano lo hace innecesario su rechazo, porque niega la “continuidad” de la identidad personal.

En conclusión, hemos visto que existe en Borges un amplio espectro de tecnologías del yo. Foucault establece cuatros técnicas predominantes en la tradición cristiana y clásica: la confesión, la revelación, el silencio y la escritura. Identifico en Borges una clara pero limitada tecnología de confesión y una tecnología muy ambigua de revelación, puesto que el yo que se revela es a veces nadería y a veces un alma esencial. Niego que funcione el silencio como tecnología del yo en Borges, pero agrego a la lista de Foucault tres nuevas técnicas propias de Borges: la transmigración pitagórica, la violencia por lo general, y el nazismo específico de Linde en “Deutsches Requiem.” Finalmente, la tecnología de la escritura tiene un papel imprescindible en Borges. Obra en cinco categorías fundamentales: primero, el uso de la escritura para negarse; segundo, la escritura para crear una imagen pública; tercero, la escritura para revelarse; cuarto, la escritura para justificarse o llevar a cabo el propio destino; quinto, la escritura para construirse.

Por lo general, cabe afirmar que predominan en Borges las tecnologías del yo productivas en vez de negativas. Aunque el autor quiera negar su propia identidad, muy escasas técnicas encontramos para llevar a cabo este deseo: la iluminación de Tzinacán en “La escritura del dios” y del desdichado “Borges” en “El Zahir,” el nazismo de Linde, las literaturas de Quevedo y Wells y el suicidio de “Borges” en “Veinticinco de agosto, 1983.” En cambio, existen amplias técnicas para modificarse o crearse. El deseo de negarse—o al yo o al “yo ideal”—perdura hasta La memoria de Shakespeare; no es que Borges dejó de querer negarse y por eso escribió tantas tecnologías productivas del yo: argumento que esas tecnologías traman una ruptura entre las obras de Borges y su deseo autorial. Quería autonegarse, sí, pero su querida literatura resultaba ser—según las obras mismas—una técnica más capaz de crear el yo, no negarlo.

Doy, sin embargo, mis últimas palabras a David Foster Wallace. Borges, recordamos, escribió sobre Wells que “Como Quevedo, como Voltaire, como Goethe, como algún otro más, Wells es menos un literato que una literatura,” una condición que le otorga a Wells acceso a “la memoria general de la especie… más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.” Nunca proporcionaba Borges tal galardón a su propia obra: a causa de su humildad, sin duda, pero también (propongo) porque, incapaz de negarse, seguía sintiéndose más un literato que una literatura, más “quién las escribió” sus obras que “la memoria general de la especie.” Pero Borges, aunque comprometido a colapsar al escritor y al lector en un nuevo agente estético, nunca podía leer su propia obra con la distancia que nos prestan los años y la distancia que efectúa consumir en vez de crear. Entonces, se supone que a Borges le complacería la descripción de su obra que procede de Wallace, quien afirma que “Aparte de las peculiaridades de su estilo, lo que hace ‘borgesiano’ un cuento de Borges es la extraña e ineluctable impresión de que nadie y todo el mundo lo escribió 34” (“Couch” 7). Según esta definición de “borgesiano” (y con ella mi propia opinión), Borges sí alcanzó escribir de tal manera que, para nosotros, se convierte en menos un hombre que una intrincada literatura.

Sus obras reflejan su eventual resignación a ser Borges, pero—incapaz como todos somos de salir afuera de la “soledad central” de nuestra subjetividad—nunca podía saber que con su propia escritura de algún modo conseguiría su antiguo deseo de negarse: incluso, quizá, de incorporarse a la memoria general de la especie. El hecho de que lo consiguió después de su muerte y sin saberlo hay que calificarlo como una última ironía.

Apéndice

1.

Propongo que este proceso se relaciona íntimamente con la manera en que Borges entiende al universo y al lenguaje. Cabe ver en el argentino un “postestructuralismo espiritual”: cree que todas palabras y todas cosas son interrelacionadas. La crítica ya ha aventurado que encontramos en Borges una especie de “pre-” postestructuralismo: Monegal y de Toro sobre todo. Me pongo de acuerdo con ellos, pero con una restricción clave: la de ver ese postestructuralismo como un compartimiento de sentido y de identidad en vez de una vaciedad. Existe una vaciedad lingüística, sí: escribe Borges en “Examen de metáforas que “Buscarles ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo” (Inquisiciones 72), y en “Utopia de un hombre que está cansado” el hombre del futuro afirma que “Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas” (Arena 102). “Pierre Menard” es un rechazo al sentido unificador y fijo del lenguaje, y en “La Biblioteca de Babel” se habla de “una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz” (Ficciones 90).

Insisto, sin embargo, que para Borges la interrelación del sentido del universo no es una vaciedad sino una riqueza. El postestructuralismo canónico de Derrida se aproxima al nihilismo: “Los postestructuralistas… creen que la significación es un indeterminable y intricado red de asociaciones que defiere continuamente una valoración determinada de significado. Las numerosas denotaciones y connotaciones posibles de cualquiera palabra resultan en contradicciones y finalmente en la diseminación del sentido en sí, 35” según la definición proporcionada por Murfin y Ray (Murfin & Ray 400). Y este punto de vista no sólo se aplica al lenguaje: según el postestructuralismo canónico, “la teoría tiene que explicar más que la literatura, porque según la teoría, todo desde el inconsciente hasta las prácticas sociales y culturales funciona como un lenguaje; entonces, la meta de los teóricos es entender como se controla la interpretación y el sentido en todos posibles sistemas de significación 36” (Murfin & Ray 402). Las propias palabras de Derrida establecen esa ausencia final de significado:

A partir de ahí, indudablemente se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente-presente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una sustitución, una especie de no-lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito. Éste es entonces el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es entonces el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso—a condición de entenderse acerca de esta palabra—, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación. (Derrida 432)

Esa opinión es, casi palabra por palabra, la de los “impíos” de la Biblioteca de Babel:

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de ‘la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.’ (Ficciones 96–7)

Los impíos proponen un modelo de la diseminación del sentido que prefigura el postestructuralismo canónico con más de veinte años de antelación. Sin embargo, el modelo borgesiano no es lo de los impíos.

El postestructuralismo de Borges ve en la diseminación del sentido, en vez de una disipación, una profunda conexión. Tzinacán afirma en “La escritura del dios” que “aun en los lenguajes humanas no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra” (Aleph 137); Borges mismo escribe en el prólogo a “El informe de Brodie” que “no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que [sea sencilla], ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad” (Brodie 7–8). Y en la Biblioteca, en vez de la ausencia de sentido que sugieren los impíos, se encuentra incluso “lenguas secretas:”

No puedo combinar unos caracteres—dhcmrlchtdj—que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. (Ibíd. 97)

“Lenguas secretas” suponen algo más allá del típico relativismo posmoderno: suponen sentido más allá de toda interpretación o habla humana; entonces afirmo que el “postestructuralismo” de Borges no es nihilista, sino de algún modo “espiritual.” En vez de significar una ausencia de sentido, significa una interrelación de sentido y de identidad. (La influencia de Schopenhauer se nota otra vez aquí.) Por eso es que aquella infinita inteligencia Funes puede ver un “tres copas en una mesa” “todos los vástagos y racimos que comprende una parra” (Ibíd. 131).

El lector protestará: ¿si el sentido del universo está del todo relacionado, por qué no lo entienden todos los personajes de Borges; por qué está esta iluminación (y la subsecuente borradura) una ocasión especial? Escribe Borges en “El pudor de la historia” que “Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro” (Otras 251). Nuestra capacidad de ver el mundo, entonces, depende en nuestra capacidad de entenderla, y viceversa. Pensamos en el ejemplo superhumano de Funes: “Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo” (Ficciones 131–2). En nuestro pobre caso, en cambio, “Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella” (Inquisiciones 95). Y pensamos en la “inteligencia divina” de “El espejo de las enigmas,” sobre la que escribe Borges que “Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo” (Otras 187). Claro que para todos quienes no somos inteligencias divinas como Funes, el universo no está tan rico.

No sólo eso: un triángulo sólo tiene sentido, sólo es un triángulo, en un sistema en que hay también circunferencias y rombos; quizá por eso están tan relacionados los ejemplos proporcionados de formas “pensables.” Pensando, posiblemente, en Tácito y su Crucifixión, Borges escribe en “There Are More Things” que

Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. […] El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos. (Arena 63)

Cuando intuimos una circunferencia, un triángulo y un rombo, lo que intuimos es la geometría a la misma vez; cuando vemos el sillón, intuimos el cuerpo humano. En cambio, “una punta de ganado en una cuchilla” y “la innumerable ceniza” y “las muchas caras de un muerto en un largo velorio” no expresan ningún sistema inteligible a nosotros; supongo, sin embargo, que a Funes el sistema era del todo claro. Para definir “las aborrascadas crines de un potro” o “el fuego cambiante” a través de su sistema, lo que hay que intuir es el universo. Claro que una intuición así de grande los demás no podemos comprender.

Tres ejemplos más: en “Inferno, 1, 32,” leemos sobre el protagonista Dante que “al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres” (Hacedor 60): según el modelo “postestructuralista espiritual” borgesiano, nuestro mundo es del todo lleno de significado, pero a nosotros no nos es dado ni comprenderlo ni comunicarlo. Segundo, al final de “Tlön” se lee:

¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas—traduzco: a leyes inhumanas—que no acabamos nunca de percibir. (Ficciones 39)

Indico finalmente ambos a la plenitud de la vida y a nuestra incapacidad de comprenderla enteramente con “Undr,” donde leemos que “A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran” (Arena 94).

Entonces, en el caso de la iluminación tenemos un caso ambiguo. Hay pocos ejemplos—Tzinacán, Marino y “Borges”—y además hay evidencia contradictoria: en “El Aleph,” ni “Borges” ni Daneri se descubren ni se borren después de ver al Aleph. Pero la iluminación que vemos en aquellos ejemplos es producto, según vemos, de un modelo que funciona a lo largo de las obras: entonces lo destaco aquí como una especie de fantasía imposible para Borges.

2.

Tema fundamental en cuanto a la identidad humana es la tensión entre el individuo y la especie: entre la idea de que la identidad es propia de cada individuo y la idea de que es compartida, propia de la especie. Éste es un rasgo heredado de Schopenhauer, mientras aquel es, según Borges, “una premisa general de nuestro pensamiento, un axioma adquirido” que—pese su tono algo desdeñoso—el argentino al fin parece aprobar (Eternidad 39). Para mí la existencia del individuo predomina en Borges, pero éste no es un caso de supremacía: existe la tesis de la individualidad en una balanza irreductible con la tesis de la identidad compartida.

En cuanto a esta última, cabe empezar con las palabras del mismo Schopenhauer: éste escribe, citado en “La nadería de la personalidad,” que “‘Un tiempo infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad.’” (Inquisiciones 102). Propongo que la otra influencia esencial es la de Platón, quien creía en los arquetipos y lo genérico. La tesis platónica—reescrita por Borges en “Historia de la eternidad”—es que “Los individuos y las cosas existen en cuanto participan de la especie que los incluye, que es su realidad permanente” (Eternidad 22–23); el argentino ofrece los ejemplos de los gauchos y la pampa para sugerir que “Lo genérico (el repetido nombre, el tipo, la patria, el destino adorable que le atribuye) prima sobre los rasgos individuales, que se toleran en gracia de lo anterior” (Ibíd. 26). Entonces afirma Wallace en “Borges on the Couch” que “Borges es un místico, o como mínimo una especie de neoplatónico radical—el pensamiento, comportamiento y historia humano son todos productos de una gran Mente, o son elementos de un inmenso libro cabalístico que incluye su propio descodificación 37” (“Couch” 1).

La unidad de los hombres se nota también a lo largo de las obras ficticias y poéticas: escribe Borges en “La luna,” “Sé que la luna o la palabra luna / es una letra que fue creada para / la compleja escritura de esa rara / cosa que somos, numerosa y una” (Aleph 81). En “Utopia de un hombre que está cansado” el anfitrión sin nombre le relata a Eudoro Acevedo que

En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. (Arena 99)

Ambos el olvido del local y el enfoque en vivir sub specie aeternitatis implican cierta preocupación con la especie; el cuento futurístico es, en este sentido, la realización de aquel “fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano.”

La influencia schopenhaueriana (y platónica) se nota ante todo en Ficciones. En “La forma de la espada” escribe Borges que

Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un sólo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon. (Ficciones 143)

De un modo parecido, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” nos indica nuestra narrador que

En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare. 38 (Ibíd. 29)

En “Tlön” reaparecen múltiples rasgos schopenhauereanos; el narrador, por ejemplo, nos relata la “conjetura feliz” que “hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z” (Ibíd. 29). La idea del solo sujeto cuajaba en Tlön: entonces “Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno” y que “En los hábitos literarios también es todopoderoso la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados” (Ibíd. 30–31). Se nota la unidad de los hombres en El Aleph, donde se lee (en “Los teólogos”) que “en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la victima) formaban una sola persona” (Aleph 54); también se la nota en El hacedor, donde Borges escribe (en “Martín Fierro”) que “Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos” (Hacedor 42). La referencia a la memoria de la especie, ya sabemos, es un gesto hacía Schopenhauer: queda claro que para Borges, mientras bajo aquella influencia, la unidad de la especie humana supera de algún modo los sujetos que la habitan y constituyen.

Cabe añadir aquí un elemento relacionado con la tesis schopenhaueriana y platónica: la transmigración pitagórica de las almas, un rasgo heredado no sólo de Pitágoras sino de la cabala, de las letras celtas y de Platón. Schopenhauer diría que todos hombres son un solo hombre, y Platón, que el individuo solo existe en función de la especie; la transmigración de las almas admite una diferencia entre almas individuas pero las permite migrar de sujeto a sujeto.

Varios ejemplos textuales de la transmigración pitagórica proceden de sus ensayos, cuentos y poemas. En Otras Inquisiciones hay tres principales: en “El sueño de Coleridge” escribe el argentino que “cabe suponer que el alma del emperador [Kublai Khan], destruido en el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales” (Ibíd. 31). Después se lee en “El enigma de Edward Fitzgerald” que “Lo dicen [Umar ben Ibrahim] prosélito de Alfarabi, que entendió que las formas universales no existen fuera de las cosas, y de Avicena, que enseño que el mundo es eterno. Alguna crónica nos refiere que cree, o que juega a creer, en las trasmigraciones del alma, de cuerpo humano a cuerpo bestial, y que una vez habló con un asno como Pitágoras habló con un perro”: Borges atribuye a una “colaboración misteriosa” el hecho de que “la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta” (Ibíd. 119).

También es central el tema de la transmigración pitagórica en El hacedor. En “Un problema” Borges escribe que “Don Quijote—que ya no es don Quijote sino un rey de los ciclos de Indostán—intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana” (Hacedor 36). En “In memoriam J.F.K.” la tesis pitagórica se aplica no sólo a los hombres sino a la violencia: se lee que “Antes, la bala fue otras cosas, porque la transmigración pitagórica no sólo es propia de los hombres” (Ibíd. 126). Y, aún más interesante, en “Poema de los dones” la transmigración llega a ser algo muy personal: Borges escribe allí que

Al errar por las lentas galerías

suelo sentir con vago horror sagrado

que soy el otro, el muerto, que habrá dado

los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema

de un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

mundo que se deforma y que se apaga

en una pálida ceniza vaga

que se parece al sueño y al olvido. (Ibíd. 63–5)

Según “Poema de los dones,” la semejanza entre la situación de Borges y la de Groussac, predecesor en la Biblioteca Nacional y en la ceguera, le da a Borges cierta intuición entrañal de la transmigración como una realidad personal.

La transmigración pitagórica, entonces, funciona a lo largo de las obras como primo o variación de las tesis de Schopenhauer y de Platón: como éstos, ejerce un “oscuro encanto” sobre la imaginación de Borges. Sin embargo, hay que notar que no la da plena validez: en “Quevedo” escribe que “Quevedo, sólo estudioso de la verdad, es invulnerable a ese encanto. Escribe que la transmigración de las almas es ‘bobería bestial’ y ‘locura bruta,’” un rechazo de la aplicación de la categoría “verdad” a la transmigración (Otras 64). Asimismo, en “Edward Fitzgerald” nota Borges—después de contemplar directamente la transmigración pitagórica y la posibilidad que “ambos [personajes] eran, esencialmente, Dios o caras momentáneas de Dios”—que “Más verosímil y no menos maravillosa que estas conjeturas de tipo sobrenatural es la suposición de un azar benéfico” (Ibíd. 123). La transmigración, entonces, se excluye de la categoría “verdad” a favor de “tipo sobrenatural.” Podemos concluir que la transmigración pitagórica funciona en Borges como un “oscuro encanto” que, aunque “sobrenatural” y algo falaz, como tema surge constantemente. Esta presencia confirma la fuerza del modelo schopenhaueriano/platónico dentro de Borges.

Pero coexiste con las influencias de Schopenhauer y de Platón una contradictoria influencia de Aristóteles, lo que Borges designa con el nombre nominalismo. Borges explica en “El ruiseñor de Keats” que

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos siente que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo juego de símbolos; para aquéllos es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. […] Lo real, para [la mente aristotélica], no son los conceptos abstractos, sino los individuos; no el ruiseñor genérico, sino los ruiseñores concretos. (Ibíd. 180)

A causa de su pensamiento aristotélico es que Coleridge “rechaza lo genérico”; él “siente que lo individual es irreductible, inasimilable e impar. Un escrúpulo ético, no una incapacidad especulativa, le impide traficar en abstracciones, como los alemanes” (Ibíd. 181). Otra y parecida descripción se observa en “Historia de la eternidad,” donde Borges escribe sobre los dos lados:

uno, el realista, que anhela con extraño amor los quietos arquetipos de las criaturas; otro, el nominalista, que niega la verdad de los arquetipos y que quiere congregar en un segundo los detalles del universo. Aquél se basa en el realismo, doctrina tan aparatada de nuestro ser que descreo de todas las interpretaciones, incluso de la mía; éste en su contendor el nominalismo, que afirma la verdad de los individuos y lo convencional de los géneros. Ahora, semejantes al espontáneo y alelado prosista de la comedia, todos hacemos nominalismo sans le savoir: es como una premisa general de nuestro pensamiento, un axioma adquirido. (Eternidad 39)

Se nota en la discusión de nominalismo como “axioma adquirido” un notable sabor de desdeño. El mismo sabor se encuentra en “De las alegorías a las novelas,” donde escribe Borges que “El nominalismo… hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa” (Otras 235). Sin embargo, y en plena contradicción al tema schopenhaueriano, Borges muestra a lo largo de sus obras una extensa entrega a lo individual.

Para Schopenhauer, los individuos sólo existen un función de la especie; ahora, la especie es la que existe menos. En “Historia del guerrero y de la cautiva,” el narrador nos relata la anécdota de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma: éste “sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son),” testamento parentético a la primacía del individuo sobre la especie (Aleph 56). El doctor Yu Tsun comenta en “El jardín de senderos que se bifurcan” que “todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos e siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí” (Ficciones 102). Asimismo, en “Anotación al 23 de agosto de 1944,” el argentino hace referencia (en cuanto a Adolf Hitler) al “soledad central” del yo humano (Otras 200); en “La memoria de Shakespeare,” Soergel afirma que “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio” (Memoria 20). En estos ejemplos el individuo existe, no la especie, y el además el individuo existe en una manera del todo separada de sus compañeros: Yu Tsun, algo solipsista, se siente el único auténtico sujeto en el mundo; Hitler vive en “soledad central.” Además, el tema del “conflicto de subjetividad” que caracteriza a “Las ruinas circulares,” “El otro” y “Veinticinco de agosto, 1983”—refiero aquí a la insistencia de ser el soñador, no el soñado—colabora el tema de la “centralidad” del yo. “Borges” el mayor sentencia al joven “Borges” en “El otro” que “Tu masa de oprimidos y de parias… no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien” (Arena 14).

El lector objetará que los previos ejemplos, aunque interesante, son poco capaces de aguantar los múltiples casos de pensamiento schopenhaueriano, platónico y pitagórico que acabo de destacar. En defensa del nominalismo muestro una última prueba: la variada repetición de un frase a lo largo de las obras. Cuento un mínimo de nueve versiones de la línea “En el mundo no puede haber dos cosas iguales”: en “La Biblioteca de Babel,” leemos que “No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos” (Ficciones 91); en “El milagro secreto,” Hladík escribe en el segundo volumen del Vindicación de la eternidad “que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia” (Ibíd. 177); “Los teólogos” nos refiere a “aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales,” tesis aplicado por Juan de Panonia a los almas y por los “histriones” a los instantes (Aleph 49–50); en “La escritura del dios” aprendemos que “El éxtasis no repite sus símbolos” (Ibíd. 139); en “El Zahir” nuestro protagonista “Borges” dice que “el Todo misericordioso no deja que dos cosas lo sean [el Zahir] a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres” (Ibíd. 129); en “Parábola del palacio” se escribe que “En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio” (Hacedor 51); en “La creación y P.H. Gosse” leemos que John Stuart Mill “razona—¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!—que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica” (Otras 43). A la inversa, en “La casa de Asterión,” éste afirma que “Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión” (Aleph 80); en “El inmortal” se escribe que, para los inmortales, “No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez” (Ibíd. 26). La presencia de tantos ejemplos—y quizá de otros que ignoro—no es una mera coincidencia: según el modelo, cada cosa “auténtico” existe una sola vez, heterogénea; según Asterión, la multiplicación es una condición de la irrealidad. 39

Funes el memorioso, aquel “solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme,” es un ejemplo de lo que Borges denomina en “El espejo de las enigmas” una “inteligencia infinita” o “divina.” Ésta la defina Borges con un ejemplo: “Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo” (Otras 187); sobre Funes leemos que “Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo [Funes] con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuantas estrellas veía en el cielo” (Ficciones 131–2). Sin embargo, Funes “no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos” (Ibíd. 135). Funes, “incapaz de ideas generales, platónicas,” una vez ideó un idioma como lo de Locke o Wilkins en el que

cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio… pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. […] No sólo le costaba comprender que el símbolo perro abarcara tantos individuos dispares de tantos diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). (Ibíd. 133–4)

La “inteligencia infinita” significa para Borges el puro pensamiento aristotélico; la mente “divina” de Funes no podía categorizar “tantos individuos dispares.” Funes seguramente se pondría de acuerdo con la primacía del individuo: sólo existe el individuo, no la categoría; sólo existe el individuo, no la especie. Bajo tal modelo, encontramos en las palabras de Asterión, “El hecho es que soy único” (Aleph 78), una afirmación no sólo de individualidad sino de existencia.

Al fin, queda una tensión irreducible en cuanto a lo individuo y la especia: ambos lados son incompatibles, y ningún es obviamente más fuerte o débil. Afirmo, sin embargo, que encuentro el modelo aristotélico el más propio de Borges, si no el modelo que más capta su imaginación del argentino. Frecuentemente cita a Schopenhauer o refiere a Pitágoras, pero en cuanto a su propia obra la singularidad, como vemos, suele comportar la autenticidad. Caracterizo eso como una gran ruptura con la influencia de Schopenhauer. Borges rechaza al Cogito, ergo sum de Descartes como una petición al principio (Inquisiciones 127); en cuanto a la tesis aristotélica podemos sustituirlo a Cogito, ergo sum con Soy único, entonces soy. El yo, tantas veces negado, reaparece en tales casos de la individualidad.

3.

La pregunta de la memoria es clave en una discusión de la identidad personal, sobre todo porque en el caso de Borges se nota un cambio de opinión a lo largo de las obras. Memoria, en las primeras obras, es mera nadería; empieza eventualmente a jugar cierto papel no productivo en cuanto a la identidad; en las obras finales, sobre todo en La memoria de Shakespeare, acaba como un componente crucial de la identidad.

El joven Borges de Inquisiciones, posesor de “una certidumbre firmísima” hacía la pregunta de la identidad, escribe que “No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos” (Inquisiciones 94). Memoria para el Borges de Inquisiciones es nada más que “el nombre mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa” (Ibíd. 94). En “La encrucijada de Berkeley” continúa el tema: “¿Dónde está mi vida pretérita? Pensad en la flaqueza de la memoria y aceptaréis fuera de duda que no está en mí. Yo estoy limitado a este vertiginoso presente” (Ibíd. 126). El tema de la “flaqueza de la memoria,” de hecho, sigue hasta incluso “La memoria de Shakespeare,” cuento en que opina Hermann Soergel que “A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mi, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don” (Memoria 21). Y no sólo es inabarcable la memoria; en “El Sur” la encontramos como, en menor grado, superficial: sobre Dahlmann aprendemos que “una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí” (Ficciones 206). Me choca la palabra “costumbres” aquí, especialmente porque se trata de una pregunta de identidad; Dahlmann se identificaba con su “criollismo algo voluntario” (Ibíd. 206). Este lado del espectro es el más extremo: la memoria, sospechosa y algo voluntaria, nada se relaciona con la identidad.

Sin embargo, de ahí la memoria aparece como tema parcial o completo en varios cuentos y ensayos. En el epílogo de El libro de arena, Borges escribe (sobre el tema de “El otro,” la identidad duplicada) que “En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un espectador y un actor” (Arena 138). La comparación con el espejo es doble—literal en el cuanto a los “espejos del metal o del agua,” implícito en cuanto a la memoria: en “Los espejos” aprendemos que “Si entre las cuatro / paredes de la alcoba hay un espejo, / ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo / que arma en el alba un sigiloso teatro,” dos descripciones de cosificación casi idéntico (Hacedor 72). Para “Borges,” carácter y autor implícito de El libro de arena, la memoria ha llegado a producir artificialidad, a hacer “de cada cual un… actor” “que arma en el alba un sigiloso teatro”; es decir, a crear aquel “Borges” público de “Borges y yo.” Existe una relación entre la memoria y la identidad personal, pero es una relación “destructiva” hacía la autenticidad del yo.

Pero al otro lado del espectro de Inquisiciones, se nota en muchas obras una sorprendente confianza en la memoria. Primero, hay varias frases que ponen en la memoria una implícita importancia: en “Sobre Chesterton” sentencia Borges que “…un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y… un hombre es toda la serie” (Otras 130). Claro que la lógica interna de tal definición del hombre confía en la memoria; “toda la serie” no pudiera regir la identidad personal sin la memoria. De modo parecido, Tzinacán afirma en “La escritura del dios” que “Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias” (Aleph 139. La misma lógica que gobierna a “Sobre Chesterton” se aplica aquí: un hombre no puede ser sus circunstancias “a la larga” sin una memoria continua. El joven Borges, como Hume, estaba “limitado a este vertiginoso presente”; Tzinacán y el Borges que escribió Otras Inquisiciones se encuentran sus identidades en función parcial de la memoria.

Hay otros ejemplos más a favores a la relación memoria–identidad. En Historia de la eternidad, obra poca menos temprana que Inquisiciones, escribe Borges que “Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez” (Eternidad 41). En respuesta a la previa “flaqueza” de la memoria, afirma Hermann Soergel en “La memoria de Shakespeare” que “De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubra la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente” (Memoria 20). Aquel cuento constituye, también, un claro rechazo a la previa noción de que la memoria nada tiene que ver con la identidad personal: “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo sería Shakespeare” (Ibíd. 20). Dice Soergel que “Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir”: queda claro que, en el caso de Soergel y Shakespeare, la memoria se relaciona con la identidad personal (Ibíd. 19). Pero como acabamos de ver, sugiere Soergel cierta distinción entre el “alma” humana y la “singularidad” humana; la idea de que el alma en sí es nada singular en sí le caería bien a Schopenhauer, y para nosotros deja a la memoria en un espacio gris. Cabe afirmar que a lo largo de sus obras Borges llegó a ver en la memoria un papel muy importante, pero aún todavía no podemos definir el yo como “la posesión privativa de algún erario de recuerdos.”

Obras citadas

  1. Alazraki, Jaíme. “The Expression of Irreality in Borges’s Work.” Critical Essays on Jorge Luis Borges. Ed. Alazraki, Jaime. Boston, MA: G.K. Hall & Co., 1987. 1–19.

  2. Boccardi, Facundo. “La performatividad en disputa: acerca de detractores y precursores del performativo butleriano.” Aesthetika 5.2 (2010): 24–30.

  3. Boegeman, Margaret. “From Amhoretz to Exegete: The Swerve from Kafka by Borges.” Critical Essays on Jorge Luis Borges. Ed. Alazraki, Jaime. Boston, MA: G.K. Hall & Co., 1987. 173–193.

  4. Borges, Jorge Luis. El aleph. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2010.

  5. --- . Ficciones. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2008.

  6. --- . El hacedor. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2009.

  7. --- . Historia de la eternidad. Barcelona, España: Emecé Editores, S.A., 2007.

  8. --- . El informe de Brodie. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2010.

  9. --- . Inquisiciones. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2008.

  10. --- . El libro de arena. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2010.

  11. --- . La memoria de Shakespeare. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2008.

  12. --- . Borges On Writing. Ed. di Giovanni, Norman Thomas; Halpern, Daniel; MacShane, Frank. London, UK: Allen Lane, 1974.

  13. --- . Otras Inquisiciones. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A., 2009.

  14. Derrida, Jacques. “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas.” Teorías literarias del siglo XX. Ed. Abad, José Manuel Cuesta y Heffernan, Julián Jiménez. Madrid, España: Ediciones Akal, S.A., 2005. 430–433.

  15. Farjeat, Luis Xavier López. “Borges y Schopenhauer. El problema de la individualidad.” Escritos 21.1 (2000): 217–230.

  16. Foucault, Michel. ¿Que es un autor? trad. Mattoni, Silvio. Buenos Aires, Argentina: El cuenco de plata S.R.L., 2010.

  17. --- . Tecnologías del yo. trad. Allendesalazar, Mercedes. Madrid, España: Espasa Libros, S.L.U., 1990.

  18. --- . Self-Writing. 1997. 30 mayo 2011. http://itsy.co.uk/archive/sisn/Pos/green/Foucault.doc

  19. Martín, Marina. “20th WCP – Borges, the Apologist for Idealism.” St. John’s University (MN). 1 July 2005. 31 mayo 2011.
    http://www.bu.edu/wcp/Papers/Lati/LatiMart.htm

  20. Monegal, Emir Rodríguez. “Borges y Derrida: boticarios.” Emir Rodríguez Monegal. 1985. 31 mayo 2011. http://www.archivodeprensa.edu.uy/biblioteca/emir_rodriguez_monegal/bibliografia/criticas/crit_06.htm

  21. Murfin, Ross and Ray, Supryia M. “Poststructuralism.” The Bedford Glossary of Critical and Literary Terms. Boston, MA: Bedford/St. Martin’s, 2009. 399–403.

  22. Ormsby, Eric. “Jorge Luis Borges & the plural I.” New Criterion. 18.3 (1999): 14–23.

  23. Paoli, Roberto. “Borges y Schopenhauer.” Revista de crítica literaria latinoamericana 12.24 (1986): 173–208.

  24. Wallace, David Foster. “Borges on the Couch.” The New York Times. 7 noviembre 2004. 30 mayo 2011. http://www.nytimes.com/2004/11/07/books/review/07WALLACE.html?_r=1

  25. --- . “Greatly Exaggerated.” A Supposedly Fun Thing I’ll Never Do Again. New York, NY: Back Bay Books, 1998. 138–145.

  26. Yurkievich, Saúl. “Borges: del anacronismo al simulacro.” Revista Iberoamericana [en línea], 49.125 (1983): 693–705. Internet. 31 mayo 2011. http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/3831


  1. traducción mía: “to appreciate why the metaphysical viability of the author is a big deal you have to recognize the difference between a writer—the person whose choices and actions account for a text’s features—and an author—the entity whose intentions are taken to be responsible for a text’s meaning.”

  2. t.m. “For Wordsworth, the critic regards a text as the creative instantiation of a writer’s very self. Rather more clinically, I. A. Richards saw criticism as all and only an attempt to nail down the ‘relevant mental condition’ of a text’s creator. Axiomatic for both schools was the idea of a real author, an entity for whose definition most critics credit Hobbes’s Leviathan, which describes real authors as persons who, first, accept responsibility for a text and, second, ‘own’ that text, i.e. retain the right to determine its meaning.”

  3. t.m. “No other twentieth-century author drew so many skins about himself as Borges did.”

  4. “Del rigor en la ciencia,” con el resto del “Museo” de El hacedor, es quizá el mejor ejemplo.

  5. t.m. “This is because Borges the writer is, fundamentally, a reader. The dense, obscure allusiveness of his fiction is not a tic, or even really a style; and it is no accident that his best stories are often fake essays, or reviews of fictitious books, or have texts at their plots’ centers, or have as protagonists Homer or Dante or Averroes. Whether for seminal artistic reasons or neurotic personal ones or both, Borges collapses reader and writer into a new kind of aesthetic agent, one who makes stories out of stories, one for whom reading is essentially — consciously — a creative act. This is not, however, because Borges is a metafictionist or a cleverly disguised critic. It is because he knows that there’s finally no difference—that murderer and victim, detective and fugitive, performer and audience are the same.”

  6. t.m. “an international personality laden with acclaim, he had to depend on wry, self-deprecating quips to safeguard his precious inner nullity”

  7. t.m. “It was ironic of fate to allow Jorge Luis Borges to develop over a long life into his own Doppelganger”

  8. t.m. “Borges is an admirable writer pledged to destroy reality and convert Man into a shadow”

  9. t.m. “Borges and Hume share a position which is in essence quite ironic: while consciousness provides the foundation of existence, the idealist arguments lead them to emphasize the mental world and yet deny the existence of a mind. They grant epistemological and ontological priority to the Cartesian concept of cogitatio, not to the cogito, which turns out to be a ‘necessary illusion.‘”

  10. t.m. “Upon rejection of the self, the so-called external world vanishes”

  11. t.m. “Borges did not change his position on this point in the least, rather he reinforces the denial of personal identity from an epistemological standpoint to which he remains faithful.”

  12. t.m. “Biography-wise, then, we have a strange situation in which Borges’s individual personality and circumstances matter only insofar as they lead him to create artworks in which such personal facts are held to be unreal.”

  13. t.m. “this kind of collapse/transcendence of individual identity is also paradoxical, requiring a grotesque self-obsession combined with an almost total effacement of self and personality.”

  14. La doctrina negativa de Hume es, según la lectura que obra Paoli de Borges, una posición más radical que las de Berkeley o Schopenhauer—estoy de acuerdo hasta ahora—y de verdad más cercana al budismo: no estoy convencido aquí; mientras Hume niega del todo la identidad humana, Schopenhauer la ve como algo compartida entre todos, como veremos a continuación. Paoli ve en Schopenhauer “el principal ingrediente” de la “visión idealista” de Borges: una posición poco sorprendente para quienes han leído aquellos pasajes en los cuales Borges indica su deuda con el alemán, pero bastante interesante en el contexto de su fascinación con el Berkeley, ahora un ingrediente menor en el idealismo borgesiano.

  15. Las palabras originales son de “Everything & Nothing.”

  16. t.m. “I was wondering if there is anything you can finally establish as true and as having existence—aside from yourself?”

  17. t.m. “I wouldn’t even include myself.”

  18. Aquel hombre que, después de haber soñado ser una mariposa, no sabía al despertar cual identidad era la suya.

  19. A Marino le pasa algo parecido en “Una rosa amarilla,” donde “Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso” (Hacedor 38): el italiano, a quién “las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante,” alcanza entonces un estado de iluminación—la misma iluminación que “Homero y Dante acaso la alcanzaron también” (38). Entonces, mientras la iluminación no da en el caso de Marino a la negación del yo, da a una autenticidad—compartida con Homero y Dante—mucho más allá de “las bocas unánimes de la Fama.”

    Otra última observación: nada me cuesta admitir que el yo de Funes, quizá el personaje mas “iluminado” en Borges, no experimenta ningúna negación gracias a su estado iluminado.

  20. Funes, con su memoria perfecta, funciona como la prueba de Heráclito aquí: vemos que incluso en el caso de una hipotética memoria divina, la identidad personal experimentará cambio continuo.

  21. Borges quería “enterrar” el libro: solía comprar todas las copias de aquellas librerías que lo vendían para que nadie más pudiera comprarlo. Se supone que el rechazo de Borges al libro tiene que ver no sólo que su estilo harto barroco sino también con su “certidumbre firmísima,” característica menos frecuente en las obras maduras.

  22. t.m. “It is one’s own soul that must be constituted in what one writes; but, just as a man bears his natural resemblance to his ancestors on his face, so it is good that one can perceive the filiation of thoughts that are engraved in his soul”

  23. t.m. “To write is thus to “show oneself,” to project oneself into view, to make one’s own face appear in the other’s presence. And by this it should be understood that the letter is both a gaze that one focuses on the addressee (through the missive he receives, he feels looked at) and a way of offering oneself to his gaze by what one tells him about oneself. In a sense, the letter sets up a face-to-face meeting.”

  24. Como decía Simone de Beauvoir, “uno no se nace mujer; uno se hace a lo largo de la vida.”

  25. Cabe notar que la escritura constitutiva del alma de Séneca parece una contradicción a la certidumbre de Foucault en cuanto a la diferencia lo moderno (crearse) y lo antiguo (negarse).

  26. Hasta Soergel en “La memoria de Shakespeare” hizo nada más que afirmar su deseo de recibir aquella memora; el proceso de adquirirla fue “automático,” fuera de su control.

  27. Hay que admitir que Borges escribe también de la “imagen caricatural” que nos queda del español; se supone que ésta, torpe y olvidable, es algo diferente que la imagen pública que caracteriza a los otros casos (y a Borges en “Borges y yo”).

  28. El frase también obra el mejor resumen crítica de “Pierre Menard” que jamás he encontrado.

  29. t.m. “when we are together, as the Greeks might have put it, there’s a third man. That is, we do not think of ourselves as two friends or even two writers; we just try to evolve a story. When somebody asks me, ‘Did that sentence come from your side of the table or the other?” I can’t tell him. And I don’t know which of us invented the plot.”

  30. t.m. “We think we are really one mind at work. I suppose that’s what Plato did in his dialogues. When he had many characters, he wanted to see many sides of the question. Perhaps the only way of arriving at a collaboration is that way—of two or three men thinking of themselves as being one man, of forgetting personal circumstances and yielding themselves completely to the work and to its perfection.”

  31. t.m. “These are two men whom I love personally, as if I had know them. If I had to draw up a list of my friends, I would include not only my personal friends, my physical friends, but I would also include Stevenson and Andrew Lang.”

  32. Yeats, Rilke, Eliot, Joyce, George

  33. Interesantemente, la relación entre autor y obra es mutua; funciona en ambas direcciones. “La Biblioteca de Babel” intenta matar el autor, sí, pero encontramos su reivindicación en “Bernard Shaw,” donde Borges argumenta que

    Si la literatura no fuera más que un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayar variaciones. La lapidaria fórmula “todo fluye” abrevia en dos palabras la filosofía de Heráclito: Raimundo Lulio nos diría que, dada la primera, basta ensayar los verbos intransitivos para descubrir la segunda y obtener, gracias al metódico azar, esa filosofía, y otras muchísimas. Cabría responder que la fórmula obtenida por variación, carecería de valor y hasta de sentido; para que tenga alguna virtud debemos concebirla en función de Heráclito, en función de una experiencia de Heráclito, aunque ‘Heráclito’ no sea otra cosa que el presumible sujeto de esa experiencia. (Ibíd. 239)

    En “Nathaniel Hawthorne” reaparece ese interés en la autoría “tradicional,” en el autor como “dueño” del texto: Borges escribe allí que “Si en el autor hay algo, ningún propósito, por baladí o erróneo que sea, podrá afectar, de un modo irreparable, su obra” (Ibíd. 104–5). Es un rechazo a la idea de que un texto es un objeto verbal, puro e independiente como un soneto de Quevedo: estos ejemplos sugieren que, incluso en el mundo algo postestructuralista de Borges, el autor es quién determina el sentido del texto. En “La busca de Averroes” es que vemos el juego de creación entre autor y obra en su estado más puro: escribe Borges que “Sentí en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito” (Aleph 117). La tecnología de “escribirse,” vemos, también impone ciertas límites sobre que puede escribir tal individuo: no da al sujeto una libertad total para escribirse.

  34. t.m. “Tics and obsessions aside, what makes a Borges story Borgesian is the odd, ineluctable sense you get that no one and everyone did it.”

  35. t.m. “Poststructuralists… believe that signification is an indeterminable and intricate web of associations that continually defers a determinate assessment of meaning. The numerous possible denotations and connotations of any word lead to contradictions and ultimately to the diessemination of meaning itself.”

  36. t.m. “theory has to account for more than literature, since everything from the unconscious to social and cultural practices is seen as functioning like a language; thus the goal of poststructural theorists is to understand what controls interpretation and meaning in all possible systems of significacion.”

  37. t.m. “Borges is a mystic, or at least a sort of radical Neoplatonist—human thought, behavior and history are all the product of one big Mind, or are elements of an immense cabalistic Book that includes its own decoding.”

  38. Esta última idea, inspirada por aquel Shakespeare proteico de Hazlitt, reaparece muchas veces en Borges, incluso en “Nueva refutación”—“¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?”

  39. Este teoría aristotélico informa al narrador de “Tlön” y a Bioy Casares cuando descubren que “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres” (Ficciones 14).